EL PATIO DE MI CASA

EL PATIO DE MI CASA Mi casa del pueblo es de muros anchos y bien guarnecidos. Antaño tuvo un patizuelo y un corral separados por una acitara de mampostería y comunicados por una puerta de madera, batiente y doble. En el patizuelo lucía un acirate colmado de flores de temporada que daba gusto verlo. Y un árbol fecundo en flores penacheras que en primavera a toda la casa violentaba su perfume. Era el sitio que más me gustaba y en el que se desgranaban los mejores momentos familiares de la primavera. En el corral, Zoilo se encargaba de mantener la leña que mataba el frío cruel de los inviernos. Y en una zahúrda se cebaba un cerdo que a fin de año tenía sus días contados como las flores del árbol. No faltaban las gallinas arando la tierra con la escarbadura y levantando semillas con tesonero afán. Picoteaban la granza que mi madre le suministraba, pita, pita, pita, todos los días sin saltarse uno. Las vigilaba un gallo blanco de buen porte que cruzaba el corral como un relámpago al menor cacareo. Yo vi descender a un aguilucho y llevarse entre las garras un pollo, y el gallo levantó por primera vez su corto vuelo para esconderse detrás del tronco de un granado que se levantaba delante de un almacén de trastos. ¡Valiente gallo! ¿Qué pensarían las gallinas? Con las reformas el granado fue trasplantado a otra heredad, y cada vez que lo veo recuerdo la escena y me provoca un irresistible comentario. Hoy, patizuelo y corral están unidos en una sola pieza; pero nuestra ausencia lo está matando de tristeza a pesar de estar al cuidado una persona que se le paga para cuidarlo. Tanta tristeza me causa ver el patio en esa situación de abandono, que he decidido demorar lo más posible las visitas al pueblo. ¡Tanto como lo amo!