No me gusta el progreso. No hablo
del progreso en sí, aquél que sin él estaríamos navegando a remo. Me refiero al
otro, al que vuela, al que corre como loco, al que sale de una noche al mañana
bautizado por una ley. Aquello que ocurre tan rápido que no tienes demasiado
tiempo para darte cuenta de lo que ocurre a tu alrededor. Nos despersonalizamos
con estos cambios, nos trastocan la vida. En un hogar viven cuatro pero nunca
hay nadie. Es raro que en una casa huela a comida. Los padres se ven con los hijos en la calle o en el bar. Hoy se
le exigen títulos hasta al vagabundo. Y de vagabundos y ejecutivos se ha
llenado el país. Se discrimina, sí. Sí. A los
apátridas se les exigen papeles. Una mujer guapa, española. Mujer de cuerpo, caribeña. Alta, desgarbada y
rubia, extranjera. Si es fea, se la critica y en paz. Lo feo no se lleva, no
vende, no tiene sitio. Poseemos un código ancestral que nos regula nefariamente
diversas materias. Los grandes valores se los ha llevado el viento. La familia
ha dejado de existir como núcleo social básico, imposible coexistir con hijos
que maltratan a los padres. Nos movemos por impulsos y actuamos a empujones y
sin estímulos. Hay quien se casa y a los cuatro días de cama ella se da cuenta
que su marido luce peluquín para hacerse el interesante. Los matrimonios no se
entienden, la pareja fracasa y surge la separación. Está resultando que la
institución más sólida de nuestro tiempo es el divorcio.
Las separaciones son
sobrecogedoras y a veces trágicas. Al principio eres feliz con poca cosa. Un
amigo de siempre, pobre de nacimiento, me dijo un día que las cosas empeoran cuando las
necesidades no se cubren. La economía les iba tan mal que les quedaba el dinero
justo para compartir el abogado del divorcio. Faltaba solidez, imagínate lo
difícil que es la estabilidad con mi pareja que tenemos que pagar a plazos las
limosnas, me dijo en un ataque de amargura. Este hombre, el pobre sigue sentándose frente
al sol y observando cómo muere la tarde. A veces cree descubrir en el
horizonte, cuando el cielo pinta rojo, que Dios está haciendo publicidad. No sé
si es que no entiende lo que ve o es que sabe interpretar los mensajes divinos.
Como le resulta imposible poner la belleza del campo al alcance de su mal
momento, es por lo que ahora lo que más le complace es volver a los patios de
su infancia, a la contemplación del muro verde de tiempo y yedras desde donde
espera inútilmente a las golondrinas de
Bécquer, mientras recita al poeta: “Se me está haciendo la noche en la mitad de la
tarde; no quiero volverme sombra, quiero ser luz y quedarme”. A mi amigo lo
anda persiguiendo un triste final.
Pero estos accidentes son cosa de
los pobres. Los ricos viven con desahogo, los bancos los cuidan y les dan
dinero a un interés blando, son conocidos en las cafeterías de lujo, ganan
dinero en la Bolsa, duerme el matrimonio en habitaciones diferentes y se
comunican entre ellos a través de sus bufetes de abogados en lugar de por
teléfono. No tienen tiempo de mirarse. Si un rico va a la cárcel apenas le da
tiempo a reconocer la celda, y si prolonga la estancia sale de ella con un
máster de lo que quiera. Los ricos son así, lo tienen todo a favor, Justicia incluida.
De la calle y de los sicólogos
llegan a mis oídos voces que, como campanazos, se excusan en que es el fracaso
sexual el culpable de la inconsistencia de la pareja. Pero este es tema
delicado que conviene aparcarlo para posterior comentario.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMi amigo, no lo puedes decir mejor. Mi mejor solución sería una nueva toma de la Bastilla, pero como uno ya no tiene edad para esos méritos, y dado mi espíritu darwiniano, mi postura es la de adaptarme a este medio de fuerza centrípeta, que a mí ya no me afecta porque estoy fuera de órbita. Así me he convertido en un paciente observador preocupado únicamente en que ninguna miasma de estos trances me salpiquen, y si alguna vez rompo el viento con mi grito, solo lo hago para proteger mi supervivencia. Con esta energía cinética mía ya no puedo con estos demonios.
ResponderEliminarAmigo mío, las Revoluciones nunca fueron buenas porque siempre hay muertos que reclamar. Pero aquí, no; estas son sicológicas y a las que debemos respeto porque durante toda nuestra vida nos están acechando. Y también hasta aquí llega el espíritu darwiniano, reptando como una sierpe y dejándonos capturar. Del hartazgo a la carencia y a la soledad. De tenerlo todo a quedarnos solamente con nuestros pensamientos, con nuestras cosas más cercanas. Y también aquí nos gobierna el demonio. Este progreso que lleva al pobre a la soledad y al rico a la gloria es lo que quise decir en el escrito.
EliminarPues claro, mi amigo, pero yo creo que estas convulsiones están atemperadas al gran dinamismo actual , del que tú abominas. Yo también añoro el calor, real, de antes.Ahora se ha producido una criogenización lamentable, un enfriamiento de las pasiones culturales que dan pavor: Visitas un museo (yo lo hice, no hace mucho, al del Pardo y, como dice J.Marías, la gente con las autofotos, los móviles a pleno rendimiento, comentarios que tumbarían por tierra hasta las mismísimas pirámides, por su contenido decadente... una profanación a los grandes templos de la cultura. Pero, mi amigo, nada se puede hacer, salvo mantener el tipo y, si acaso, publicar alguna crítica precisa, como tú.. Es bueno, es bueno que el conformismo no nos afecte, que la rebeldía nos sacuda todas las fibras, pero hasta ahí, como te digo en el otro comentario, mi energía cinética no da para más. Y... claro que no, yo tampoco quiero ninguna acción cruenta, la Bastilla fue mi metáfora para indicarla gran catarsis.
ResponderEliminarSí, lo sé. Sé que nada podemos hacer ante la tormenta, pero es tal la espiral de violencia y de desatinos que nadie sabe hasta qué punto puede llegar a desembocar de desistir. Nada, excepto la educación, puede dar al traste con estas situaciones. Mantener el tipo, tú lo has dicho. Te mando un abrazo talaverano.
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