Me gusta el campo, no lo puedo remediar.
El problema es en que no está al alcance de todos. Yo, que vivo en una ciudad
grande y dilata mirando hacia Madrid, me pregunto dónde está el campo. Y
deduzco que el campo es lo que queda fuera de las ventanillas del coche cuando
voy a 120 por la autovía; el campo es la distancia y lo que se observa entre el
punto de partida y el de destino, carretera y poco más; el campo es, a lo
mejor, el paisaje que va cambiando con la venida de las estaciones, cosa ésta
si alguien se fija en detalles; el campo está allí donde se ven relucir
millares de placas solares, aerogeneradores, ríos contaminados o acuíferos con
sobredosis de nitratos. El campo, que no tiene puertas, carece de entradas, por
lo que es imposible acceder a él bajo sanciones o peligros: vallados,
alambradas, prohibido el paso, cotos de caza.
Y si no nos alejamos tanto y con
amabilidad miramos a la periferia de las ciudades, esa zona vemos que está
destinada a vertederos, naves industriales, postes de alta tensión, que son
como telas de araña en tiempo de brumas.
En los pueblos sí hay campo: la tierra
que queda más allá de las últimas casas. Pero en muchos pueblos ya no queda
nadie, los visitas y te dicen los lugareños que los jabalíes esperan a la noche
en la raya para bajar al pueblo, y que cada día baja una cuarta la raya del
monte, así hasta que se lo coma todo. El campo, como en una guerra, está lleno
de cicatrices.
Las políticas lo han dejado abandonado a su
suerte. En esta Castilla y en la de más arriba, que son tierras de
cruzar, nadie ha sabido qué hacer. El campo es un negocio con beneficios para
los de siempre, pero nunca ha sido importante para quien lo trabaja.
Del campo me queda el recuerdo, un ayer
imposible de olvidar. Lo conozco en su ternura y en su dureza, pues he andado
sus caminos y han descansado mis ojos en su excelencia. Un campo donde las
herrizas se coronaban de coscojas, la encina huérfana cantaba una historia, y
de una mata que tiembla sale un sisón de vuelo lento. Era entonces cuando el
campo hablaba: hasta aquí llegaba el arado, por allí comenzaba la realenga; mil
años tiene esta encina, cientos estos olivos. ¡Cuánta esperanza sobre unas
lindes!
A veces leo a Delibes y lo veo caminar
por un campo limpio y sano, lleno de hermosura. Y vuelvo a ser joven.
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