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14 marzo 2024

EL CAMPO


Me gusta el campo, no lo puedo remediar. El problema es en que no está al alcance de todos. Yo, que vivo en una ciudad grande y dilata mirando hacia Madrid, me pregunto dónde está el campo. Y deduzco que el campo es lo que queda fuera de las ventanillas del coche cuando voy a 120 por la autovía; el campo es la distancia y lo que se observa entre el punto de partida y el de destino, carretera y poco más; el campo es, a lo mejor, el paisaje que va cambiando con la venida de las estaciones, cosa ésta si alguien se fija en detalles; el campo está allí donde se ven relucir millares de placas solares, aerogeneradores, ríos contaminados o acuíferos con sobredosis de nitratos. El campo, que no tiene puertas, carece de entradas, por lo que es imposible acceder a él bajo sanciones o peligros: vallados, alambradas, prohibido el paso, cotos de caza.

Y si no nos alejamos tanto y con amabilidad miramos a la periferia de las ciudades, esa zona vemos que está destinada a vertederos, naves industriales, postes de alta tensión, que son como telas de araña en tiempo de brumas.

En los pueblos sí hay campo: la tierra que queda más allá de las últimas casas. Pero en muchos pueblos ya no queda nadie, los visitas y te dicen los lugareños que los jabalíes esperan a la noche en la raya para bajar al pueblo, y que cada día baja una cuarta la raya del monte, así hasta que se lo coma todo. El campo, como en una guerra, está lleno de cicatrices.

Las políticas lo han dejado abandonado a su suerte. En esta Castilla y en la de más arriba, que son tierras de cruzar, nadie ha sabido qué hacer. El campo es un negocio con beneficios para los de siempre, pero nunca ha sido importante para quien lo trabaja.

Del campo me queda el recuerdo, un ayer imposible de olvidar. Lo conozco en su ternura y en su dureza, pues he andado sus caminos y han descansado mis ojos en su excelencia. Un campo donde las herrizas se coronaban de coscojas, la encina huérfana cantaba una historia, y de una mata que tiembla sale un sisón de vuelo lento. Era entonces cuando el campo hablaba: hasta aquí llegaba el arado, por allí comenzaba la realenga; mil años tiene esta encina, cientos estos olivos. ¡Cuánta esperanza sobre unas lindes!

A veces leo a Delibes y lo veo caminar por un campo limpio y sano, lleno de hermosura. Y vuelvo a ser joven.

 

 

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