
Va echando raíces en España la celebración de Halloween, un entusiasmo para la chiquillería. Y no faltan entre los mayores un manifiesto rechazo sobre este espectáculo, dado que esta fiesta no la consideran como nuestra. Y abundando en esta apreciación se levantó en una Conferencia Episcopal de hace muchos años una voz autorizada que manifestó de Halloween que “no es inocente, pues tiene un trasfondo de ocultismo y de otros tipos corrientes que dejan su huella de anticristianismo”.
Si hacemos caso a Guillermo Fesser debemos reconocer que es tan nuestra como Gibraltar. Cuenta que el hecho lo descubrió durante su estancia en el estado de Nueva York. Era el final de octubre, cuando tocaba rastrillar hojas de arce, tallar calabazas, construir lápidas de corcho y dar chocolatinas. Intrigado por el origen, comenzó a desmembrar en sílabas la palabra: All, todos. Hallow, santificar. Even, abreviatura de evening, tarde. ¡Víspera de Todos los Santos! Aleluya, se dijo. Resultó un nombre cristiano que procedía de una costumbre celta y que coincidiendo con la caída de la hoja, símbolo de la muerte en la naturaleza, se remontaba nada menos que a la Europa del siglo III a.C.
Parece ser que en la Edad del Hierro, los habitantes del centro y norte peninsular creían que la noche de transición del invierno al verano, bajaban del cielo las almas, unidas en Santa Compaña, y vagaban por los caminos cubiertas por blanco sudario. Aquel que se topara con esta procesión estaba condenado a unirse a ella, y para evitar estos lances colocaban lámparas de aceite en los cruces de caminos con el fin de hacerles fácil el recorrido y no perderse. ¡Vamos, que aligeraran el paso! Pero si se producía un encuentro, al vivo se le iban a aparecer los muertos todas las noches; y para erradicar el mal no había otra cosa mejor que hacer que ganarse al enemigo por el estómago. Así, se organizaban fiestas en los cementerios y les ofrecían a los difuntos dulces y castañas asadas sobre sus tumbas. Como abundaba el vino, al final los asistentes se tiznaban la cara con el carbón de las hogueras y se asustaban los unos a los otros.
El Papa Gregorio IV, año 835, cristianizó la ceremonia; pero antes los disfraces, los dulces y las linternas ya formaban parte del imaginario popular. Luego quedaron prohibidos justificando la Iglesia que era cosa de brujas y que donde estuvieran los ángeles que se quitaran ellas. España fue obediente e hizo desaparecer oficialmente la ceremonia. En el Reino Unido pudieron recuperarla con la llegada de la reforma y más tarde los irlandeses se la llevaron a América en el siglo XIX.
La que nos llega ahora a nosotros, en viaje de vuelta como los cantes, es la irlandesa. Fue Washington Irving quien se encargó de asociarla a los maizales. Y a partir de ahí, se abrieron infinitos caminos para solaz del marketing.
Y esto es casi todo de una fiesta que fue de aquí, se marchó y retorna como cualquier emigrante. Por tanto no hay que considerarla como una invasión cultural ni diabólica. A quien le guste que la disfrute; a los que no, que la ignoren.
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