Fueron las señales gestuales las primeras formas de manifestación humana, y cuando la escritura fue inventada, tras un proceso lento de evolución, apareció de inmediato la imprenta y el desarrollo del papel, y así surgieron escritores, editores y libreros. Y de esta manera nació con el libro un universo nuevo de felices encuentros con el saber, con la ciencia, la cultura, la sabiduría.
Cada libro es un camino que te lleva a conocer paisajes diferentes. Si la sabiduría tuviera olor, ese aroma fluyera del libro al abrirlo, y si las palabras tuvieran ojos te seducirían sus guiños.
Yo amo el libro. No soy
coleccionista, ni siquiera bibliófilo, no doy para eso. Soy un simple lector,
crecí leyendo cuanto podía y lo que encontraba, porque entre otras cosas el
tiempo de mi niñez y juventud se iba entre libros y correr detrás de un balón. No
había más cosas. Leo en papel y nunca supe hacerlo en ningún otro medio, mi
capacidad y gusto tampoco dan más de sí. Cuando dejo un libro leído no hay
quien lo conozca, pues es raro que no vaya acompañado de acotaciones y
subrayados; y como ignoro tanto, de las muchas palabras desconocidas, algunas
de ellas pasan a formar parte de un diccionario particular con el que me voy
ataviando. El libro que hoy ocupa mi lectura lo hallé en el “face”, en la
página de una vendedora de libros de segunda mano: su título es “El periquillo
Sarniento” del mexicano Fernández de Lizardi. Autores y títulos que aparecían
en la literatura de bachillerato, muchos los poseo porque los busqué (los leo
con gozo) y otros los sigo localizando, siempre en librerías de viejo que ahí es
donde duermen.
Atravesamos la Feria de su nombre. Es una excelente ocasión para leer, tal vez dar un empujoncito a la voluntad, pues un libro siempre debería estar a mano.
Perdonad mi breve historia de arriba, pero no he sabido hacerle un mejor homenaje a la Fiesta del Libro que justificar de esa manera mi amor por él.
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