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04 abril 2021

DE LIBROS Y DE CINE




 

Cuando, casi niño, doña Ángela daba las clases de literatura, nos hablaba con tal entusiasmo y amor sobre este arte que a mí me daba la sensación que esta disciplina estaba reservada para los tipos fofos y delicados que necesitaban anestesiar las flores para cortarlas. Fijaros en Bécquer, nos apuntaba, es un señor con las fuerzas justas para sostener el pañuelo de los mocos y llorar en él.

Después  me aconsejaba Eustasio “Coriana”, que también fue mi preceptor, que la dedicación a las letras era una pérdida de tiempo, una inutilidad; era algo por lo que te inclinarías si fracasabas en el fútbol, o en el toreo, o no te querían las chicas. Y remataba: esos señores son muy endebles, van en verano con bufanda para que no se constipen.

Resulta que vas creciendo con esas cosas en la cabeza hasta que llega un momento que, por puro azar, una película me vuelve del revés. Es como si hubieran pasado esos años con la cabeza hueca. Me explico: yo veía una película con el título de “Una historia del Bronx”, basada en un libro de un tal Palminteri, que es una antología de tipos duros, durísimos. Y como el actor es el mismo que el autor, y éste es un matón con unas manazas más grandes que la cara, manos que parecen caza mayor, y de una corpulencia no pensada para la literatura sino para clasificar chatarra en un cementerio de coches, pensé que aquellos que me hablaban que la literatura era para flojos, me habían estado engañando.

Hoy sé que hay una literatura directa que igual cuaja entre puntillas y blondas como entre un bate de beisbol o una pistola.

Me surge la idea de comenzar una historia que arranque así: “Una madrugada, en Iyamalo, en el bar Sandors, coincidí con un tipo duro que estranguló a la novia de su amigo. No me conocía de nada, pero el tipo ese me dijo que tardó tanto tiempo en estrangularla, que llegó a cogerle cariño”.

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