Cuando, casi niño, doña
Ángela daba las clases de literatura, nos hablaba con tal entusiasmo y amor sobre
este arte que a mí me daba la sensación que esta disciplina estaba reservada para
los tipos fofos y delicados que necesitaban anestesiar las flores para
cortarlas. Fijaros en Bécquer, nos apuntaba, es un señor con las fuerzas justas
para sostener el pañuelo de los mocos y llorar en él.
Después me aconsejaba Eustasio “Coriana”, que también
fue mi preceptor, que la dedicación a las letras era una pérdida de tiempo, una
inutilidad; era algo por lo que te inclinarías si fracasabas en el fútbol, o en
el toreo, o no te querían las chicas. Y remataba: esos señores son muy endebles,
van en verano con bufanda para que no se constipen.
Resulta que vas
creciendo con esas cosas en la cabeza hasta que llega un momento que, por puro
azar, una película me vuelve del revés. Es como si hubieran pasado esos años
con la cabeza hueca. Me explico: yo veía una película con el título de “Una
historia del Bronx”, basada en un libro de un tal Palminteri, que es una
antología de tipos duros, durísimos. Y como el actor es el mismo que el autor,
y éste es un matón con unas manazas más grandes que la cara, manos que parecen
caza mayor, y de una corpulencia no pensada para la literatura sino para
clasificar chatarra en un cementerio de coches, pensé que aquellos que me
hablaban que la literatura era para flojos, me habían estado engañando.
Hoy sé que hay una
literatura directa que igual cuaja entre puntillas y blondas como entre un bate
de beisbol o una pistola.
Me surge la idea de
comenzar una historia que arranque así: “Una madrugada, en Iyamalo, en el bar
Sandors, coincidí con un tipo duro que estranguló a la novia de su amigo. No me
conocía de nada, pero el tipo ese me dijo que tardó tanto tiempo en
estrangularla, que llegó a cogerle cariño”.
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