Aquí tenemos una fuente de energía puramente española. Forma parte de los objetos indígenas de los que ya no nos ocupamos, cuando por leyes, ciencias, administraciones, literatura, más usos y costumbres, ha sido protegido.
No sólo ha desaparecido el
brasero como mueble añejo, circular y eterno, como todo círculo sin principio
ni fin; también la badila, el fuelle o el soplillo, apéndices necesarios para
su completo funcionamiento y eficacia. Se acomodó de tal manera a los
beneficios que proporcionaba que fue usado sin discriminación por todas las
clases sociales. Sólo se diferenciaba uno de otro por el metal con el que se
había construido, pues el abuso de la plata en su fabricación y elegancia fue
tal que el siglo XVI salió al encuentro de semejante abuso con la siguiente
ley:
“Mandamos
que de aquí en adelante no se pueda labrar en estos nuestros reinos brasero ni
bufete alguno, de plata, de ninguna hechura que sea” (Recopilación, lib.
VI, título XII, 1.2.)
Debía ser que no estaba el
alcacer para zampoñas.
En mi casa del pueblo aún
pende colgado de un garabato el viejo brasero, el típico y primitivo. Ése, que
encajado en la tarima, con su blanca ceniza y encendido picón, con su jaula
protectora y las enagüillas conservando el calor, era centro convergente de
sociedad. El acompañamiento familiar y circular de manos y pies. En derredor de
cualquier brasero, la indiferencia no era posible, ni las pretensiones eran
exageradas. ¡Era tan natural estrechar las distancias!
Es cierto que carbonizaba
las pantorrillas y dejaba cabrillas de marca; pero era un gozo ir arreglando en
figura piramidal las ascuas apretando el círculo con la badila por sobre la
ceniza, que así quedaba cuando el padre de familia daba la orden de echar una firma.
En fin, el brasero se ha ido
como el candil o el carburo, como se fue la hidalguía de nuestros abuelos, la
fe de nuestros padres.
Adiós al brasero. ¡Que la
ceniza te sea leve!
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