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07 diciembre 2018

ANTES NO, PERO HOY ME DUELEN MUCHAS COSAS


 El dolor es oscuro y largo, como un túnel; es violento, es rudo  y despierta de su mundo insolente sin avisar. Su sabor es amargo, como la almendra venenosa, y seco, como un golpe malintencionado. Vive en las tinieblas, agazapado, esperando el momento de castigar nítidamente el estómago, las entrañas, el corazón... El dolor terebrante nos vacía de aire y de contenidos y nos hace mirar sesgadamente y despacio.

Cuando el cerebro se rinde, el corazón se entrega al dolor. Y si el dolor se hace fuerte, el corazón, sufriendo, mantiene su latir vigoroso. Aún así sus umbrales no estén en el cerebro, pues la capacidad para el dolor pertenece al misterio de la personalidad. El alivio es su oponente. Y es una de las sensaciones más placenteras que el ser humano puede experimentar. Cuanto más agudo sea el dolor mayor deleite advertiremos en su desaparición.

Quien no sufre no goza. El sufrimiento lo llevamos  pegado a nuestra vida, como un lunar o un antojo. Nos diferencia la causa, a veces más imaginaria que real, pues los espantajos psíquicos en personas de sociedades opulentas provocan un dolor tan lacerante como el hambre o la muerte en las gentes del mundo pobre.


A mí hoy no me duele nada propio. Me duele la hambruna que mata; me duele el llanto de un niño y la desesperación del parado; me duele la pobreza digna y la sombra horrible que envuelve a la mujer deprimida; me duele el anciano sin hogar y sin familia; me duele la oscuridad del indiferente y la cerrazón del tibio; me duele el pensamiento turbio y la palabra lodienta.

Hubo un tiempo que solamente sentía mi dolor. Hoy me duelen muchas cosas que habitan fuera de mí.

Pero me alivia la esperanza.


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