El
dolor es oscuro y largo, como un túnel; es violento, es rudo y despierta de su mundo insolente sin avisar.
Su sabor es amargo, como la almendra venenosa, y seco, como un golpe
malintencionado. Vive en las tinieblas, agazapado, esperando el momento de
castigar nítidamente el estómago, las entrañas, el corazón... El dolor
terebrante nos vacía de aire y de contenidos y
nos hace mirar sesgadamente y despacio.
Cuando
el cerebro se rinde, el corazón se entrega al dolor. Y si el dolor se hace fuerte, el
corazón, sufriendo, mantiene su latir vigoroso. Aún así sus umbrales no estén
en el cerebro, pues la capacidad para el dolor pertenece al misterio de la
personalidad. El alivio es su oponente. Y es una de las sensaciones más
placenteras que el ser humano puede experimentar. Cuanto más agudo sea el dolor
mayor deleite advertiremos en su desaparición.
Quien
no sufre no goza. El sufrimiento lo llevamos
pegado a nuestra vida, como un lunar o un antojo. Nos diferencia la
causa, a veces más imaginaria que real, pues los espantajos psíquicos en
personas de sociedades opulentas provocan un dolor tan lacerante como el hambre
o la muerte en las gentes del mundo pobre.
A
mí hoy no me duele nada propio. Me duele la hambruna que mata; me duele el
llanto de un niño y la desesperación del parado; me duele la pobreza digna y la
sombra horrible que envuelve a la mujer deprimida; me duele el anciano sin
hogar y sin familia; me duele la oscuridad del indiferente y la cerrazón del
tibio; me duele el pensamiento turbio y la palabra lodienta.
Hubo
un tiempo que solamente sentía mi dolor. Hoy me duelen muchas cosas que habitan
fuera de mí.
Pero me alivia la esperanza.
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