Esta es la aventura que Eustaquio me contó
emocionado, allá por el año 2000, en un momento de intimidad. Sirva este
recuerdo, presente en mi libro “La Alcudia de Cervantes”, y las fotos que
acompaño (delicadeza suya), como homenaje a una persona singular y única a la que yo no olvidaré
nunca. Mis condolencias a la familia.
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Pocos personajes se han dado en
Alamillo tan pintorescos, tan inconfundibles, tan singulares, como Flores. Era
un hombre menudo, inquieto, mercurial; hablador, sugerente, convincente;
aventurero de largo alcance, furtivo, temerario. La fantasía bailaba en su
cerebro, y la seguridad de su existencia - corrían los años cuarenta - la tenía
en sus manos y en sus pies.
“En
mi casa no conocíamos el pan, pero no faltaba la carne. Bueno, muchas veces,
sí, según el campo”.
El
campo era suyo, dominaba la piedra, el matojo, la sierra. Conocía las hierbas
que curan las calenturas. Zoquetero de todas las sendas, era señor de los
manantiales, príncipe de las aguas mansas o en correntía, que las bebía de los
arroyos o de las charcas; dormía en la tierra recostado en un surco y sin otra
cobija que el cielo, punteado o mate. No sufría, no pasaba hambre, no
desfallecía, no padecía este ser iluminado y visceral. Me cuenta: “Me he quitado piojos como la yema de mi
dedo”. Y se señalaba la falange del
índice.
Esto era cuando volvía a casa después de 4 ó 5 días de furtiveo por
entre breñales y terrenos guadeñados. Porque también cuidaba de su hija y de
dos hijos de su hija. Y era entonces, como defensor de las causas justas y
olvidadas, cuando se convertía en un ser
tierno como los músicos de la paganía; sentimental y hermoso como los olvidos
del amor.
Uno de sus nietos, Eustaquio, El Ruso,
es quien me habla y es quien ha heredado con orgullo las condiciones de
su abuelo Flores. Habla de él con una veneración rayana en el fanatismo.
Advierto que es capaz de superarlo si la necesidad le obligara; pero ésta le
huyó cuando en un cruce de caminos él tomó el desvío de la hormiga, que ya
la hormiga empezaba a medrar. “Yo he
pasado hambre, ¡mucha!, toda la que te cuente es poco”.
Ahora ha estrenado jubilación y lleva la
seguridad a cuestas a pesar de que nunca el desaliento se amistó con él. Va con
su palabra la socarronería del hombre listo, del hombre que aprendió a la
fuerza lo que la naturaleza cruel le enseñó, esa naturaleza que se termina
amando por instinto, animalmente, utilitariamente. Y lleva en su cabeza la
huella del pasado, que no abandona. “Yo nunca estrené ropa, vestía de
andrajos”.
- Cuéntame una historia de tu abuelo, Ruso.
- De mi abuelo y mía, que siempre me
llevaba con él, como perro de lazarillo.
Y me relata una historia agridulce, a
ratos meloja, a ratos cidra, y me la cuenta con el aplomo de un líder
sobrepuesto a la derrota; con la naturalidad que le da el saberse sin rival en
la conversación; con pureza de diálogo; con la ingenuidad que mana del hombre sencillo.
- Mi
abuelo Flores se hizo con la piel de un lobo que uno del pueblo, en una noche
de pasos cautelosos y de luna enamorada, mató al animal mientras se bebía las
estrellas de un arroyo.
El lobo
abundaba en las sierras de Alcudia cuando el valle era reserva ganadera. Los
pastizales nutren a la ganadería ovina y ésta atraía al lobo, que abandonaba la
mancha del monte, su refugio natural, buscando alimento en las zonas
despejadas, en las áreas de campeo. Mataban ovejas, a veces para comer, a veces
por matar. Bajaban en bandas del monte al llano a devorar, amparados en la oscuridad
de la noche. Enemigo encarnizado del ganado, mataba y mataba sin sentido.
“Nos encontramos animales muertos sin comer su
carne; los mastines retroceden, son sanguinarios”, hablaba un pastor con
vehemencia, poniendo en su empeño y vigilancia los cien ojos de Argos. El lobo, cuentan, tiene tan desarrollado su
instinto asesino que, ocasionalmente, atacó a los pastores trajineros. ¡Muerte
al lobo! era el grito de guerra de entonces.
- Recorrí con mi abuelo los 365
quintos de todo el valle, mostrando la
piel a los pastores. Era por el año 1945. En recompensa por esa muerte nos
daban dinero. Trajimos a casa
300 pesetas de las de entonces, que era mucho dinero, pero lo pasamos muy mal.
Estuvieron bien ganadas.
Dormían al raso expuestos a los colmillos
sanguinarios de los lobos carniceros y al cuchillo afilado del tiempo. Dos
meses de vagabundeo en el invierno, caminando con lo puesto, se hacen muy
largos. Los días se estiran como la goma cuando de la cintura cuelga una
cantimplora de agua, y de comer, lo que
salga.
- El encargado de un quinto intento
destruir la piel del lobo y mi abuelo le rompió las rodillas con un palo; allí
quedó varado, inválido y aullando como un animal. Mi abuelo era pequeño pero no
le importó la figura gigante del pastor; no le tenía miedo a nada.
Ocho o nueve años contaba entonces El Ruso. Un día, aterido de frío,
hambriento, con el cansancio lamiscándole el cuerpo y el cerebro; llorando en
silencio como un niño; fortalecido por la ilusión y el ejemplo de su abuelo,
llegaron a otro quinto que no recuerda su nombre porque sus ojos cansados
adivinaban más que veían. Su cuerpo roto por el frío, el cansancio y el hambre,
febril, vestía harapos; iba medio desnudo. Como su abuelo, de sagatí plomeado.
- Tres
mujeres trabajaron toda la noche para confeccionarle con ropa de desecho un
pantaloncito de pana, una camisa de hilo y una chaquetilla. ¡Les di mucha
lástima!
Vestido y abrigado lo despidieron al día
siguiente, que no podían perder más tiempo.
- Me dieron un pan y mil besos, que no los
he olvidado.
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