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25 diciembre 2018

LA PIEL DE LOBO


   
     Esta es la aventura que Eustaquio me contó emocionado, allá por el año 2000, en un momento de intimidad. Sirva este recuerdo, presente en mi libro “La Alcudia de Cervantes”, y las fotos que acompaño (delicadeza suya), como homenaje a una persona singular y única a la que yo no olvidaré nunca. Mis condolencias a la familia.


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         Pocos personajes se han dado en Alamillo tan pintorescos, tan inconfundibles, tan singulares, como Flores. Era un hombre menudo, inquieto, mercurial; hablador, sugerente, convincente; aventurero de largo alcance, furtivo, temerario. La fantasía bailaba en su cerebro, y la seguridad de su existencia - corrían los años cuarenta - la tenía en sus manos y en sus pies.

     “En mi casa no conocíamos el pan, pero no faltaba la carne. Bueno, muchas veces, sí, según el campo”.

      El campo era suyo, dominaba la piedra, el matojo, la sierra. Conocía las hierbas que curan las calenturas. Zoquetero de todas las sendas, era señor de los manantiales, príncipe de las aguas mansas o en correntía, que las bebía de los arroyos o de las charcas; dormía en la tierra recostado en un surco y sin otra cobija que el cielo, punteado o mate. No sufría, no pasaba hambre, no desfallecía, no padecía este ser iluminado y visceral. Me cuenta:  “Me he quitado piojos como la yema de mi dedo”.    Y se señalaba la falange del índice. 

     Esto era cuando volvía a casa después de 4 ó 5 días de furtiveo por entre breñales y terrenos guadeñados. Porque también cuidaba de su hija y de dos hijos de su hija. Y era entonces, como defensor de las causas justas y olvidadas, cuando  se convertía en un ser tierno como los músicos de la paganía; sentimental y hermoso como los olvidos del amor.
                
      Uno de sus nietos, Eustaquio, El Ruso,  es quien me habla y es quien ha heredado con orgullo las condiciones de su abuelo Flores. Habla de él con una veneración rayana en el fanatismo. Advierto que es capaz de superarlo si la necesidad le obligara; pero ésta le huyó cuando en un cruce de caminos él tomó el desvío de la hormiga, que ya la  hormiga empezaba a medrar. “Yo he pasado hambre, ¡mucha!, toda la que te cuente es poco”.
                
      Ahora ha estrenado jubilación y lleva la seguridad a cuestas a pesar de que nunca el desaliento se amistó con él. Va con su palabra la socarronería del hombre listo, del hombre que aprendió a la fuerza lo que la naturaleza cruel le enseñó, esa naturaleza que se termina amando por instinto, animalmente, utilitariamente. Y lleva en su cabeza la huella del pasado, que no abandona. “Yo nunca estrené ropa, vestía de andrajos”.
                
     - Cuéntame una historia de tu abuelo, Ruso.
                
     - De mi abuelo y mía, que siempre me llevaba con él, como perro de lazarillo.

      Y me relata una historia agridulce, a ratos meloja, a ratos cidra, y me la cuenta con el aplomo de un líder sobrepuesto a la derrota; con la naturalidad que le da el saberse sin rival en la conversación; con pureza de diálogo; con la ingenuidad  que mana del hombre sencillo.
                
- Mi abuelo Flores se hizo con la piel de un lobo que uno del pueblo, en una noche de pasos cautelosos y de luna enamorada, mató al animal mientras se bebía las estrellas de un arroyo.
                
El lobo abundaba en las sierras de Alcudia cuando el valle era reserva ganadera. Los pastizales nutren a la ganadería ovina y ésta atraía al lobo, que abandonaba la mancha del monte, su refugio natural, buscando alimento en las zonas despejadas, en las áreas de campeo. Mataban ovejas, a veces para comer, a veces por matar. Bajaban en bandas del monte al llano a devorar, amparados en la oscuridad de la noche. Enemigo encarnizado del ganado, mataba y mataba sin sentido.

 “Nos encontramos animales muertos sin comer su carne; los mastines retroceden, son sanguinarios”, hablaba un pastor con vehemencia, poniendo en su empeño y vigilancia los cien ojos de Argos.  El lobo, cuentan, tiene tan desarrollado su instinto asesino que, ocasionalmente, atacó a los pastores trajineros. ¡Muerte al lobo! era el grito de guerra de entonces.

      - Recorrí con mi abuelo los 365 quintos  de todo el valle, mostrando la piel a los pastores. Era por el año 1945. En recompensa por esa muerte nos daban dinero.  Trajimos a casa 300 pesetas de las de entonces, que era mucho dinero, pero lo pasamos muy mal. Estuvieron bien ganadas.

   Dormían al raso expuestos a los colmillos sanguinarios de los lobos carniceros y al cuchillo afilado del tiempo. Dos meses de vagabundeo en el invierno, caminando con lo puesto, se hacen muy largos. Los días se estiran como la goma cuando de la cintura cuelga una cantimplora de agua,  y de comer, lo que salga.

      - El encargado de un quinto intento destruir la piel del lobo y mi abuelo le rompió las rodillas con un palo; allí quedó varado, inválido y aullando como un animal. Mi abuelo era pequeño pero no le importó la figura gigante del pastor; no le tenía miedo a nada.

      Ocho o nueve años contaba entonces El Ruso. Un día, aterido de frío, hambriento, con el cansancio lamiscándole el cuerpo y el cerebro; llorando en silencio como un niño; fortalecido por la ilusión y el ejemplo de su abuelo, llegaron a otro quinto que no recuerda su nombre porque sus ojos cansados adivinaban más que veían. Su cuerpo roto por el frío, el cansancio y el hambre, febril, vestía harapos; iba medio desnudo. Como su abuelo, de sagatí plomeado.

- Tres mujeres trabajaron toda la noche para confeccionarle con ropa de desecho un pantaloncito de pana, una camisa de hilo y una chaquetilla. ¡Les di mucha lástima!
      
    Vestido y abrigado lo despidieron al día siguiente, que no podían perder más tiempo.

      - Me dieron un pan y mil besos, que no los he olvidado.







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