Era un tipo raro. Caminaba bajo una lluvia tenaz empapado hasta las cejas y ni siquiera se preocupaba de guarecerse en un portal o bajo un simple dintel o buscar el refugio de una cornisa que lo resguardara. Pesaban sus ojos y la gabardina más que él pero seguía impasible y como sobrado de tiempo, con la cabeza gacha y el paso corto. Solitario, sin esperanza, pareciera que se conformara con llevarle la conversación a las toses de un moribundo. Su andar era ir a ningún sitio o así se deducía de su andar penoso.
De nombre Jesús, era casado y con hijos. No fue relumbrón en su trabajo, pero cumplió siempre. Tenía sus rarezas, que eran mal compartidas en casa. Si en alguna ocasión fue luminoso, su mujer se encargo de cambiar su gracia en sosería, de manera que cuando se le agitaba el corazón y se ilusionaba, este empuje era minuciosamente laminado por su esposa. Tuvo amigos que nunca se atrevió llevar a su casa porque no serían bien recibidos, los mismos que con ellos antes había repartido alegrías y esperanzas. Hoy se encontraba sin amigos, sin calor, sin palabras, sin ilusiones. Jesús se fue apagando, fue cediendo terreno para evitar tener que soportar tanta insistencia insultante. Cuando su mujer lo tuvo acorralado, cautivo y desarmado, comenzó en su declive a perder lo poco que de su humanidad le quedaba. Se abandonó en el vestir, en el peinar; cambió su forma de sentarse a la mesa, de exigir la temperatura del agua en la ducha, de sentarse en los rincones, de abandonarse a la vida, en definitiva. Tampoco le animaba el recuerdo de sus hijos que habían crecido viendo como su padre era ridiculizado y desmentido. Callaba y pagaba, que es lo único que puede hacer un hombre hoy si no quiere terminar en la cárcel.
Nada tenía, nada era suyo. Por eso se encontraba aquella noche bajo el aguacero, huido, cansado, derrotado, muerto en la Noche de Navidad. Y Jesús, metáfora y carne de quien dio la vida para salvarnos, y faltándole una María pura, buscó lo que en aquel momento más necesitaba: sólo un poco de ternura que le acariciara por última vez el alma. Entró en un garito y le pidió a la chica que no se desnudara, que no era necesario, que solamente quería oír palabras agradables para retener la ira y morir en paz en aquella noche de gloria en el Cielo y de paz en la Tierra. No le cobró la Magdalena.
Hermoso y doloroso cuento. Así andamos muchos como el hombre del cuento; necesitados pero más de una mirada, un toque humano, una caricia. Te mando yo un abrazo amoroso, aunque sea virtual.
ResponderEliminarCruel es el desprecio. Y saberse despreciado puede rayar en la locura, pues es eliminar el decoro en el comportamiento humano que conlleva a perder la dignidad, una de las pocas cosas salvables de nuestro ser. Lo escrito no es simplemente un cuento, es la crónica diaria de la hojarasca humana con la que vivimos. Es una consecuencia del deterioro, del desgaste o de la rotura de la familia, cada vez más desnaturalizada. Eso creo yo, mi amiga. Abrazos.
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