Ha muerto Jerónimo, mi amigo. Hay amigos que se mueren y hay amigos que se te mueren, como es éste el caso. Se me ha ido para siempre Jerónimo, así, a secas su nombre. No se necesita nada más para reconocerlo, pues si irrepetible fue su nombre, también singular y señero como pocos.
Nos ha dejado
cuando los árboles van quedando desnudos y sus hojas restauran un suelo de
colores donde se nos enredan los zapatos del olvido. De la misma forma que se
desnudan los árboles, el tiempo desnuda la vida mostrándonos su pujanza, contra
la que nada se puede hacer. Si la vida viene de malas, compone un artificio que
nos va pelando hasta dejarnos sin luz. Dios lo querrá así. Yo, no. Yo he
sentido en mi alma la muerte de este amigo sencillo y justo, con el
que crecí, paseé y confié en él. Nunca le oí una palabra malsonante, una
murmuración, un reproche. Su estoicismo me relativizaba la velocidad de la
vida, esa celeridad o apresuramiento que a veces impide enganchar las cosas
interesantes que pasan cerca de nosotros. Pureza estoica.
Nos tuvo unidos
en nuestra niñez y juventud por el estudio y el fútbol. Ya era elegante y
poseedor de un carácter británico que le permitía no enzarzarse con absurdos
barroquismos, pues conocía el valor exacto de las cosas, sus consecuencias, y
dónde estaba lo importante de la vida.
Mi amigo, me
llegó la noticia de tu muerte en ruta por lindes extremeñas y, como siempre que
llega la muerte a destiempo, y no por esperada es necesaria, me vino un rebote a la cabeza como una tormenta de cuchillos estridentes. Ahora
que pienso en ti, en tu familia, y te escribo, parece como si la sangre se me hiciera
hielo y no me dejara seguir. La vida es una hija de puta con la guadaña siempre
acechando.
Temprano levantó
la muerte el vuelo,
Temprano madrugó
la madrugada
En Alamillo, su
pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Jerónimo, a quien tanto quería.
Tempus fugit, requiescat in pace.
Hasta siempre, amigo.
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