En el corazón de la primavera llega mayo. Con él los campos muestran su cara más amable, pues ya hay ruido de alondras en los pipirigallos, el monte se viste de largo y se esponjan los huertos. Mayo es un campo rojo de amapolas y el esplendor de un arco iris descompuesto en la tierra caliente, que nos presenta un catálogo de emociones y presagios que nos hacen despertar el deseo de seguir viviendo. Rojo y verde. Trigos y cebadas aprietan las filas en suelos removidos, mieses que serán doradas cuando el rojo se habrá apagado.
En las espesuras corren mensajes
cantores. El colirrojo, que a ratos suena como papel de celofán aplastado; la confusión
de la oropéndola, manteniendo con dificultad el equilibrio sobre una retama; el
parloteo lacio y deslavazado del petirrojo, que acaba su cante con unos trinos
casi suspirados; la voz potente del pinzón. Y la que pone el mirlo, la voz más
musical de la floresta.
Todo este guirigay es sólo
el proemio, pues todas estas notas, rematadas con un manejo magistral de las
pausas, nos hacen ver que la buena estación está con nosotros.
Es el mes más relumbrón y
largo del calendario, por donde la vida zigzaguea y renace. Es la primavera
abierta en canal.
Todo parece estar preparado
para la fiesta.
No se conoce bien el origen
del nombre. En el calendario romano era el tercer mes del año. Tal vez provenga
de la diosa Maya, condenada a sostener el mundo sobre sus espaldas. En su honor
se celebraban en Roma unos ritos secretos sólo para mujeres. ¿Quién sabe lo que
no está escrito?
Sí está escrito el canto carcelario del preso con el que expresa el dolor de la soledad, del aislamiento y de la privación de la libertad, que sólo le es mitigada por el canto de un ruiseñor por el que sabía “cuándo es de día y cuándo las noches son”. Lo mató un ballestero. Y “era por mayo, cuando hace la calor, y están los campos en flor".
Todo queda, todo vuelve.
Todo desaparece para volver de otra manera.
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