El devaneo es ficción. Pero pudo suceder
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Con mucha frecuencia
recuerdo la película “Calle Mayor”, de Juan Antonio Bardem. Una excelente cinta
en la que dentro de un lenguaje de imágenes y luces muestra lo real de nuestra
vida cotidiana en la España de los años cincuenta. Es, sobre todo, una sobrecogedora mirada
sobre el papel de la mujer de entonces. Bardem recrea la película en una ciudad
provinciana en la que todos se conocen, viven de acuerdo a un convenio de paz y
de calma inteligente, y en la que todos en grupos pasean por una calle, siempre
la misma, mientras hablan y se saludan. También se finge, se chismorrea, se
busca, se corteja y se conquista. Y de esto va la historia: la conquista de una
solterona, designada merced a una apuesta de vagos amigotes durante una partida
de billar, y que al final… Bueno, el drama es agrio, y aunque ya es esperado el fin, éste no resulta menos seco e
irritante. Yo lo sufrí.
Cuando Alamillo era un
pueblo que bullía de gente, brillaban las relaciones sociales como en “Calle
Mayor”. Colmado de juventud, todo era armonía, entendimiento, afecto. Y donde
todo era previsible. En suma, un aguafuerte de armonía y reciprocidad. La
carretera era nuestra “Calle Mayor”, un calco de ella, y allí paseábamos hasta
el final del adoquinado para volver y repetir las idas, venidas y sucesivos cruces.
Allí aminoraba el calor y allí paseaban los ya iniciados en el noviazgo, y allí
sucedían, si se podía, las inocentes conquistas junto a la palabrería más o
menos vacua de los paseantes.
Una noche de verano un grupo
de amigos, tres o cuatro, consumábamos las reglas de la costumbre, que no eran
otras que bajar y subir por nuestra “Calle Mayor” en nuestro caminar. La rutina
de siempre. Una pareja de chicas paseaba sola y alguien del grupo decidió que
dos de nosotros las acompañaran en el paseo, si ellas lo permitían. Estas cosas
se hacían, eran normales. Yo fui uno de los elegidos. La que me tocó en suerte
era forastera, de Almadén, y la otra su anfitriona, alamillera. Después de las
cuatro cosas triviales con las que se debe comenzar una conversación, yo, que
sigo sucinto y apretado en el coloquio, monté en un insólito lirismo sin saber
por qué y le señalé la luna, que relucía, como lo más natural del mundo.
- Mira, Elisa, del color de
la nata. Es bella, airosa, sandunguera. ¿Te gusta la nata? No me contestes, no importa.
Es un globo inflamado que anuncia al mundo que la noche es suya, que momentos
como este nada los supera. Me gustan las noches de luna porque aúlla el lobo y
crecen los frutos. El campo es de plata y los perros abandonados se asustan,
ladran, se esconden y guardan la paz. La noche es larga y silenciosa, y da
mucho de sí. ¿A ti no te gusta la noche, Elisa? No digas nada. El amor también
nace y crece de noche, por eso todo lo bueno de verdad ocurre antes de que salga el sol. Puedo hablarte de
cine. ¿Qué me dices del cine, te gusta Jean Gabin, por ejemplo? ¿Te estoy
aburriendo, Elisa?
Y Elisa se ríe y se señala
con su índice la sien. “Tonto y loco es lo que estás, majara perdido”. Me lo
dice mirándome y sonriendo, y yo le sigo el hilo, y ella me habla de su pueblo,
de dónde vive, de su amiga que va al lado y de lo que le asustan las tormentas nocturnas
y lo que retumban por los Carriles, como peñas rodando por la cuesta. Y que en
esas noches sueña con pájaros raros de tres alas que le picotean los pies. Yo
le digo que la luna llena es buena porque espanta los temores personales y
asusta a los animales para que no se muevan de su hábitat. Y le digo por lo bajini
“yo esta noche pensaré en ti hasta que el sol salga y lo estropee todo. Y mañana
te espero aquí, no faltes, seguiremos hablando de la luna. O de cine. O de tus
sueños”.
Y volvieron las dos amigas y
yo repetí paseo. Y así otro día y otro, hasta que una noche la cité en la zarza.
“Mira, Elisa, por ese desvío, que es la carretera que lleva a la estación de
tren, hay una zarza a treinta metros de
aquí. Te espero mañana, sola, allí”.
Ni faltó a esa cita ni a
ninguna otra después. Nos citábamos a hurtadillas, por eso nos conocimos mejor.
Me miraba ya sin disimulo y me permitía alguna leve licencia impensable días
atrás. Paseábamos carretera arriba, en solitario, despacio como las parejitas
de todos los tiempos; andar por andar, que es como se enredan las palabras. De
esta forma llegábamos hasta el comienzo de la Cuesta del Pata. Y allí, bajo la
encina que la vigila nos besamos, y fue nuestro primer beso de amor.
El tiempo seguía su curso,
con sus cosas que empiezan y cosas que acaban. Un día no acudí a la zarza.
- ¿Te parece bonito? ¿Por
qué no viniste ayer?
- No pude.
- ¿Dónde estuviste?
- Hice cosas, no puedo
decírtelas.
- ¡Cosas!, me gustaría saber
qué cosas. Me dejaste tirada como un trapo viejo, sola como un perico. Si
empezamos así aquí sobra uno y eres tú.
- Pero si yo no he dicho
nada ni he hecho nada malo.
- Yo tonta no soy, que lo sepas. Habrás estado con
Ana, que sé más de lo que te crees.
Me envalentoné ante sus
asomos de achares y decidí sacar pecho.
- Sí, estuve con ella, pero
un ratito de nada, te lo juro.
Y me acerqué a ella, que
había de antemano marcado distancias, y le dije:
- Tonta, después de ti, el
diluvio que venga.
- Piénsatelo, mañana me
cuentas la verdad.
Y al día siguiente, con el
guión aprendido, fui a la zarza. Y esperé, y esperé, y aguanté.
Elisa no fue a la cita ni
paseó por nuestra calle mayor. Después me enteraron que había dejado el pueblo.
No volví a saber más de ella. El argumento de la película “Calle Mayor” pareció
copiado de nuestro pueblo y de la historia de Elisa y mía, pero con el guión cambiado. Algo
tiene esa cinta que evoca costumbres y máximas y reflexiones sobre Alamillo. Y
a mí este argumento me pellizca el alma y me dice cosas desde los créditos al
fin. Tal vez porque quedé como la solterona de la cinta: con un palmo de narices.
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