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07 febrero 2014

LAS GALLETAS MARÍA

La desaparición de la galleta “María” fue un atentado genealógico a la mística de los españoles, un desvergonzado agravio a nuestra esencia emocional, a nuestros más nobles recuerdos -ya que en recuerdos andamos-, igual que si nos hiciesen un nudo en nuestro ADN, esa cosa hoy tan moderna que antes no importaba porque la identificación de una persona estaba en una bizquera, en las pecas de la cara, en un antojo, en el pufo de la tienda de comestibles, o en las huellas que dejó un divieso en el cuello. Tecnología punta en la manipulación de la harina, fue la ciencia alimentaria de la niñez española.
La “María” estaba en los tazones de las casas de los pobres y en la de los ricos, en la dieta de la Duquesa de Alba y en la cena de la Clarita. Donde nunca faltaban era en los niños enfermos porque al niño en cuanto le asomaban las paperas, el sarampión o la escarlatina, el médico le recetaba un jarabe, una manta para no pasar frío y cuatro galletas de Fontaneda, que era el reconstituyente de una medicina general, lo que acabó convirtiéndonos esta oblea en niños del Estado. Por tanto la “María” era institucional, una galleta pública que de la misma manera que acabó en los cuencos de leche de las casas, hubiera podido terminar en el Escudo Nacional o en la misma Eucaristía.
El cierre de la fábrica de Aguilar de Campoo fue culpa de los cambios alimenticios y no de la mala gestión de la empresa, que hoy sí es habitual, pero antes estos pormenores se desconocían. Y es que hoy estamos empeñados en comer solamente de todo lo que es adelgazante, que es tan tonto como escribir con una goma de borrar. Las “Marías” se hubieran salvado si los españoles no nos empeñásemos en inventar el fuego bajo en calorías.

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