En
la cúpula de la Basílica, las cigüeñas ya han reconstruido su nido. Las hemos
visto transportar palos, lana, trapos, en un acarrear constante ante la
incubación próxima. Las campanas tañen dando las horas y las cigüeñas proclaman
su presencia crotorando animadamente, como queriendo competir con el sonido
bronco del bronce. Pero en las mañanas recientes de marzo, de este marzo que
acaba de dejarnos, se oye un nuevo parloteo que se une al cantar con una
solemnidad propia del rechinar de la vieja llave que abriría la puerta lateral de
la iglesia de Iyamalo, eternamente
cerrada.
En
estas fechas, las venidas de estorninos, golondrinas, autillos, vencejos, son
un lance entre lo efímero y lo que permanece, pues volarán a otras tierras pero serán reemplazadas por otras llegadas en el devenir perpetuo del juego de la
naturaleza con el tiempo.
En
fin, veremos en los aleros de nuestras casas vasares con unos cuencos de barro,
moldeados por el pico alfarero de las golondrinas. Estas aves otorgan a la
tierra y al agua normas que destruyen la uniformidad de las formas trazadas por
el hombre. Y luego de miles de kilómetros de vuelo, retornan al mismo alero y
al mismo nido de barro en el que nacieron y fueron criadas. Habrá en estas aves
un dígito secreto, un misterio que las llama al nido de su nacencia. ¿Quién
sabe el enigma?
Son ellas en sí un contrasentido, pues viven en el aire habiendo nacido en el barro. Su camino es, efectivamente, el cielo, pero su descanso es el barro en el que nacieron. No otro.
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