Los caminos tienen vida, por eso mueren. Los caminos de mi comarca natal han caído en desuso y se han perdido en el monte, o al llegar a un río. O, simplemente, han quedado reducidos a simples senderos entre labradíos, prados, tierras yermas o pegujaleras, que nadie pisa. Caminos que acercaban y hermanaban caseríos solitarios a través de jarales, quebraduras y zarzales, esa necesaria manera de unir a las personas entre sí, y a las personas con las casas. Caminos a Maribanderas, a El Píngano, a Los Bonales, al Cuarto de la Cruz, a Los Charcos, a El Hornillo, a Zorreras, a La Gargantilla, a Chorreras.
Otros caminos permitían allegar a la aspereza del campo para los descuajes propios del más rudo carboneo, ese oficio crudo del que tanto dependió la economía del Valle de Alcudia, en tiempos de caminos transitados.
Tampoco hay memoria de aquellos caminos que llevaban a las gustosas sombras de posadas, fondas y ventas, como la de La Inés, tan recogida en libros desde el 1605. Tan sólo quedan los caminos del peregrino, construidos por la imaginería de las tallas. Es camino de fe seguido por la imaginación de los viajeros, que se transita entre dos etapas, la de salida -hogar perdido- y la de destino. En medio queda una luz en la noche, un ladrido de perro, un breve sueño, y al alba el gallo insolente que avisa que ya es la hora de ponerle color a la mañana.
Y a Santiago, que es lo más
cerca, con la fe envuelta en el alma.
Los caminos perdidos salen a
flor por la felicidad que reportan a quienes senderean a pie y se detienen a
escuchar los latidos de la tierra.
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