Atrás quedó el
jaramago, la hierba de los cantores, que
la llamó así Luís XIV, y encendecandiles,
como la conocen en puntos de Castilla. Ya pasó el florecimiento en los olivos.
Los sembrados ya son rastrojera y comienzan a perderse las codornices. Las
tórtolas zurean, pero menos, como si les faltaran frescura. La zarzamora ofrece
su florecilla malva en los vallados, y la matalahúva va perdiendo su cabeza
plateada. La Naturaleza viene y va, como un Guadiana ordenado. Ahora las aceitunas engordan
sobadas por un viento seco y duro. Y todos los caminos son polvorientos, un buen
remolino puede borrar los perfiles de su entorno. Solo se hace presente lo duro: el
olivo, la encina, la paja seca; lo verde se sostiene mal. El campo es mudo en
el hueco del día; si acaso la chicharra, que no se esconde ni calla. Si un
arroyo sonara sus aguas, el campo se lo bebería entero. Para pasearlo, hay que
dejar que el sol se desahogue y buscar la sombra. Si no, ni loco garbear por
él. Hasta la luna arroja una luz desapasionada que a mí me parece tibia, como
el agua de la alberca de la huerta del Rabadán, tantas veces rumbosa.
Y en las eras, otro
cantar: brincan los trillos, saltan las gavillas, voces trajineras, ruidos de
herramientas. Los pegujales sin pelar humillan la espiga y piden la hoz para el
descanso de esa tierra que se ha quedado sin sangre, que ya no puede dar más.
Los barcinadores descargan las gavillas del carro casi de madrugada, cuando
corre un airecillo sin espigas que besuquear. Y la parva, un anillo dorado. Sol
tórrido. Soplar la brisa y correr a aventar es todo uno. La horca, la pala, el
bielgo y el viento hacen cada uno lo suyo para que el grano suba, caiga y
quede. Estos trajines eran por ahora, por San Antonio, por la antesala del
verano, que en lo nuestro siempre viene adelantado. Y ese grano volverá a caer
en el surco de los pegujales, que se ofrecerán al sol para que los purifique, y
esa semilla se convertirá en brizna raquítica, en caña, en hoja, en espiga y en
pasto de era.
En nada de tiempo, el 21 y por la madrugada, entra el verano con credenciales astronómicas. Nosotros llevamos días sufriendo sus rigores. Digo bien el verbo, hoy me amoldo a él con dificultad, pero lo sobrellevo con recuerdos como los acabo de compartir.
¡Ay del verano en
Alamillo! Cuanta vida, cuanta comunión, cuanta hermandad. Y cuanto cariño a sus
gentes, aquellas que me hicieron como soy, pues soy lo que vi, lo que me
enseñaron, lo que me aconsejaron, lo que compartí.
Qué bonitas palabras relatando así el puro y duro verano de tu pueblo.
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