MAESTRO DE LAS LETRAS.
Penúltimo superviviente de la Generación del 50,
falleció a los 94 años.
La literatura, el
flamenco y el mar fueron los tres costados de su biografía. Ahí se movió y ahí removió como remolino enfurecido. Y habló de todo cuanto se puede hablar sobre estos valores. De su poesía, toca después.
Yo soy de su prosa, he
leído lo más esencial de su obra. En sus libros veo el mar y oigo el flamenco.
Y me lo figuro buscando la pureza del cante entre los desarrapados por los
rincones de la miseria, porque quiso
cerciorarse de que detrás de unas vidas hechas de escaseces y enanismo había
unos bienes universales, como así fue. Se sumergió en el flamenco para
apropiarse de su misterio. Ya era un burgués por el reconocimiento de su obra,
cuando decidió hacer lo que le estaba prohibido a los de su condición. Corría
el año 60. Con una grabadora de época y un carrito de mano entró en los
auténticos cuartos de cabales. Preguntó: “Me han hablado de un gitano que canta
a morir y vive por aquí cerca”. Lo mandaron a un esquilador de burros que
habitaba una cueva, le grabó unas bulerías, que hoy es una joya del patrimonio
flamenco: “Padrenuestro que estás en el cielo, que toíto lo oyes y toíto lo
ves…” Por Manolito de María lo conocían. Y éste le habló de Perrate, de Juan
Talega, del Borrico de Jerez, de Onofre de Córdoba. Y allí seguía con su
cantinela. Los había que alguno cantaba en modestísimos tabancos, pero no había
registro de ellos. Aquí está el duende, se dijo.
Y cuando finalizó su
recorrido, recopiló su trabajo; y fue su hallazgo 77 cantes de gente
desconocida, y lo elevó hasta darles altura celestial. Con ellos TVE elaboró la
serie “Rito y geografía del cante”. Pero Caballero Bonald nunca trabajó de esta
forma para ganarse a los flamencos, sino para reconciliarse con sus dudas. Ana
la Piriñaca, gitana que inmortalizó en sus cintas, llegó a decir: “Cada vez que
canto la boca me sabe a sangre”.
En el cante y en la
guitarra aprendió lo que la vida no enseña; pero está, pero suena, pero duele.
POETA
De vocación rebelde y de
compromiso político sin militancia, desembarcó su pluma en la poesía, pues esa
Generación, la suya, fue esencialmente poética. Fue un grupo de solaz y recreo,
noctámbulo y jaranero, que estableció códigos poéticos nuevos. Y colaboraron en su aventura, y usaron y
disfrutaron del tiempo compartido y de las noches hasta donde la luz asoma.
Asumió su condición de
juglar para no soportar las decepciones, los límites de los hombres. No
soportaba la vejez como trampa ni la edad como huida. Sus poemas no vienen a
contar nada, vienen a expresar lo que no se ha contado, lo que aún queda por
decir en esas comarcas potentes, como son el malestar, el asombro, el repudio,
la deformación, el amor. Una media sonrisa era su agradecimiento cuando alguien
lo elogiaba como el mejor poeta en español vivo. Lo es, al decir de expertos.
Era un poeta de voz única, indiferente al espumillón de las modas. Nunca fue moralista, se aproxima
más al traductor de la extrañeza o del desconcierto. No revela; recrea, enseña.
No copia.
El sitio del hombre
está en el misterio, que es mitad extravío y revelación, mitad búsqueda y peligro. Le gustaba de joven escribir con tiza en los mostradores, y retrató
una Andalucía de telarañas donde halló una fuente inagotable de riquezas.
De padre cubano y de
madre francesa, tuvo andares y hechuras de emperador de cualquier país del
mundo, a prueba de noches célebres y de copas de manzanilla. Era fiel a sus
afectos e impertinente con los impertinentes, pero por su ingenio en transgredir el idioma parecía que los
agravios le salieran de otra manera.
“Estoy caducado”, decía
a los amigos. No, no hay fecha de caducidad para un genio de las letras. Allá
arriba seguirá tomando botellas de manzanilla, hablando de todo y de nada en
particular, como si fuera inmortal, como si el tiempo fuera una creación del
pensamiento.
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