MIS CUENTOS:
EL GALLO VELETA Y SUS
MUCHAS NOVEDADES.
1
El niño Atilano era el
monaguillo que había elegido don Daniel como su ayudante en los oficios
eclesiásticos gracias al interés que mostraba por el Catecismo en las
catequesis que administraba Jaime, el oficial del Ayuntamiento, quien fue su
benefactor para el puesto. Y no era por el rédito de la peseta con que premiaba
al alumno más inclinado al Ripalda, no. No iba por ahí, sino que una vez que
perdió en las eras, mientras brincaba a la comba, una cruz de alpaca que compró
al trapero, la halló un mes más tarde próxima al arroyo, que de agua ya iba
entonces desmayado y derrotado y huido por la quemazón del sol, y creyó en un
milagro del cielo. Desde entonces se hizo cristiano aunque no estaba bautizado
por el encono de los padres que a menudo andaban ambos a la greña sobre la
guerra y la política, cosa que al niño Atilano ni le iba ni le venía.
Así que una vez despertada
su naturaleza hacia las fuentes cristianas y beber de ellas, la compasión por
los animales le hizo subir una tarde de sol a lo más alto de la torre de la
iglesia decidido a arrancar de su base el gallo veleta de hierro que había quedado boca abajo después
del temporal de lluvia y viento que cayó en Iyamalo unos días atrás. Si el
gallo hubiera podido hablar, ya hubiéramos visto, porque en esa postura tan
incómoda y con un solo ojo, que siempre veía el mismo paisaje, y sin poder
defenderse del cigoñino que ocupaba el nido cercano, daba pena. Y cuando la
madre del cigoñino le traía la culebra para su
almuerzo, instintivamente le picaba al gallo como queriéndole echar de
allí para que los dejara tranquilos. Una tragedia, al fin. Al niño Atilano sí le
daba pena la situación en la que se encontraba, por eso gateó hasta lo más alto
sin permiso del sacerdote, aprovechando que fue ese día al Arzobispado para
protestar en vivo por las goteras que en la casa parroquial aparecían cada vez
que llovía. Portaba las fotos de una mesa y un trinchero con maderas
abarquilladas por efecto de la humedad, y las acompañaba con una nueva carta de
salutación y reclamo por el destrozo de los muebles.
- ¿Qué?, le preguntó
César el organista.
- Lo mismo de siempre,
que están en ello. Ni caso.
El niño Atilano cogió
un paño de la sacristía, envolvió en él al gallo y se fue rápido a Llanomojao, una finca a las afueras de
Iyamalo, donde la veleta era un toro, en lugar de otra figura cualquiera. El
toro, también de hierro, lo hizo en su fragua Chachagüisa, y como lo fraguó
sobre una plancha fina de hierro tenía igualmente un solo ojo, y por eso el
gallo, ya desliado del trapo y orientado su ojo hacia el toro, vio a éste tieso
y pacífico; quizá miraba con placer al
Burcio, por donde cruzan las grullas que van al sur, y cómo se solazaba mirando
a la grulla que hacía de guindaleta marcando el rumbo. El niño Atilano también miró
al toro veleta desde abajo, desde el centro del redondel de la plaza, que plaza
había porque en ella se toreaba, y antes pensaba en las verónicas con las que
soñaba que en la escena de las grullas. Porque el niño Atilano, que ya quería
ser torero a sus once años, y era lo que más le gustaba, se perdía por las
huertas de Arsenio y Virgilio, donde siempre pastaba una vaca o un morucho sin
casta y ensayaba escorzos pintureros sin arrimarse demasiado.
El niño Atilano se fue
derecho hacia el Mayoral, le enseñó el gallo de un solo ojo y le preguntó si
quería tenerlo para acompañar al toro, y que ambos se distrajeran del ambiente
tan hostil en el que vivían allá arriba, avistando secarrales y azotados por
las heladas, que eso es un sinvivir. En principio le dijo que no, que lo dejara
por ahí, entre la paja para que no se resintiera de los escarchazos que pronto
vendrían a congelar el rocío de las noches frías. Realmente lo que deseaba el
niño Atilano era ver de cerca a Currito, un
más que becerro, bravo de casta, que cuidaba el Mayoral para proyectos de
futuro.
- Un día voy a torear a
éste.
- No tienes tú lo que
hay que tener.
Ese día estaba Currito irritado, con la furia en alto,
porque escapó de la cuadra, se puso rabioso y destrozó el patatal al ver pasar por el
camino a la vaca de la Fermina que la llevaba, vara en mano, a la huerta, allá
cerca de los Felicianos, y el Mayoral
le estaba reprendiendo severamente por su mal comportamiento. El niño Atilano se descuidó un momento
y Currito con un soberbio trompazo lo
mandó al muladar. Debe ser que la emprendió con él a falta de otro.
Estos enfados los solía
calmar el Mayoral, escribiéndole liras y quintillas, que eran las composiciones
a las que mejor atendía, y recitándoselas junto a Varón y la Gedihonda, éstas
en castúo. A Currito, que ya iba para
cuatreño y que cuerpo y mazorcas no le faltaban, sí parecía que le llegaban
sentimientos tiernos cuando el Mayoral llegaba a recitar:
Y
jace un año corrío
que
eris otro, hijo del alma,
ajuyis
de andi tu madre,
duermis
poco, no trabajas,
comes
como un pajarino
y
ya solino te encamas.
Fue el niño Atilano
quien vio que al llegar a estos versos Currito
cambió la mirada y giró sumiso la cabeza, interpretando esta función como un
acto de amor.
- Está enamorado,
Mayoral.
- ¿Qué sabes tú de eso,
muchacho.
Este toro veleidoso, que
desde lo más alto se apercibió de la escena, había traído en jaque a la comunidad
torera y a la que no era torera, pues se habló de diseños dispares como el del
perro o el gato o el de una encina, símbolo del Valle. Incluso se propuso
encaramar en lo alto la figura de un tren con cuatro vagones, que representaran
las estaciones del año, cada una adornada con unos motivos florales propios de
ellas; pero este proyecto, que propuso Pepito de la Cruz, fue desestimado de
inmediato por Chachagüisa, debido a la complejidad de la obra. Para el perro
también se tuvo que oír la voz de Luterio por el odio cerval que les tenía,
pues en su ausencia le entraban en su casa algunos sueltos de la rehala de Juan
Pedro, y en especial un galgo de Quirico, amigo de la noche y de lo ajeno, y le
dejaban sin el pan, la leche y los garbanzos ya cocinados.
- Oye, María, que me
han dejado sin comida otra vez los asquerosos perros. ¿No tendrás un pan y unos
tomates? Se lo decía a una de las Motoras,
que vivían enfrente de su casa y adónde siempre recurría en estos casos.
- Pues, Luterio, ya va
siendo hora de que compres una cerradura, que ya han sido muchos panes y
tomates.
Como este asunto no
encontraba fin y resultaba fastidioso y zahería a unos y otros, se acordó
contar con la colaboración de Granito de
Oro, un maestro que en ocasiones se le veía de asesor en los Sanantonios de
Iyamalo, enseñando su oficio a la hora de las vaquillas que se corrían en la
plaza, rodeada de carros y con el pueblo entero aplaudiendo.
- ¿Y un gato?, alzó la
voz en la reunión Arsenio el Borrega, antes
de la clausura. El gato adopta una
postura de recogimiento que alcanza cimas de dignidad, apostilló lleno de razón
y fervor.
Y aquí intervino la
figura del Mayoral de la plaza argumentando que cualquier enseña sería válida
excepto el gato, porque el gato no es sufrido, huye del agua, no aguanta los
escaldados y es un animal golfo y vagabundo, e insoportable en las noches de
celo.
Así que Chachagüisa,
como buen aficionado al arte de Cúchares, y escuchando al maestro, optó por manifestar
a la concurrencia que el toro o nada.
Y como se ha visto, se
quedó el toro en todo lo alto.
Pero...
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