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10 octubre 2019





MIS CUENTOS:


EL GALLO VELETA Y SUS MUCHAS NOVEDADES.

1
El niño Atilano era el monaguillo que había elegido don Daniel como su ayudante en los oficios eclesiásticos gracias al interés que mostraba por el Catecismo en las catequesis que administraba Jaime, el oficial del Ayuntamiento, quien fue su benefactor para el puesto. Y no era por el rédito de la peseta con que premiaba al alumno más inclinado al Ripalda, no. No iba por ahí, sino que una vez que perdió en las eras, mientras brincaba a la comba, una cruz de alpaca que compró al trapero, la halló un mes más tarde próxima al arroyo, que de agua ya iba entonces desmayado y derrotado y huido por la quemazón del sol, y creyó en un milagro del cielo. Desde entonces se hizo cristiano aunque no estaba bautizado por el encono de los padres que a menudo andaban ambos a la greña sobre la guerra y la política, cosa que al niño Atilano ni le iba ni le venía.

Así que una vez despertada su naturaleza hacia las fuentes cristianas y beber de ellas, la compasión por los animales le hizo subir una tarde de sol a lo más alto de la torre de la iglesia decidido a arrancar de su base el gallo veleta  de hierro que había quedado boca abajo después del temporal de lluvia y viento que cayó en Iyamalo unos días atrás. Si el gallo hubiera podido hablar, ya hubiéramos visto, porque en esa postura tan incómoda y con un solo ojo, que siempre veía el mismo paisaje, y sin poder defenderse del cigoñino que ocupaba el nido cercano, daba pena. Y cuando la madre del cigoñino le traía la culebra para su  almuerzo, instintivamente le picaba al gallo como queriéndole echar de allí para que los dejara tranquilos. Una tragedia, al fin. Al niño Atilano sí le daba pena la situación en la que se encontraba, por eso gateó hasta lo más alto sin permiso del sacerdote, aprovechando que fue ese día al Arzobispado para protestar en vivo por las goteras que en la casa parroquial aparecían cada vez que llovía. Portaba las fotos de una mesa y un trinchero con maderas abarquilladas por efecto de la humedad, y las acompañaba con una nueva carta de salutación y reclamo por el destrozo de los muebles.

- ¿Qué?, le preguntó César el organista.

- Lo mismo de siempre, que están en ello. Ni caso.

El niño Atilano cogió un paño de la sacristía, envolvió en él al gallo y se fue rápido a Llanomojao, una finca a las afueras de Iyamalo, donde la veleta era un toro, en lugar de otra figura cualquiera. El toro, también de hierro, lo hizo en su fragua Chachagüisa, y como lo fraguó sobre una plancha fina de hierro tenía igualmente un solo ojo, y por eso el gallo, ya desliado del trapo y orientado su ojo hacia el toro, vio a éste tieso y pacífico; quizá  miraba con placer al Burcio, por donde cruzan las grullas que van al sur, y cómo se solazaba mirando a la grulla que hacía de guindaleta marcando el rumbo. El niño Atilano también miró al toro veleta desde abajo, desde el centro del redondel de la plaza, que plaza había porque en ella se toreaba, y antes pensaba en las verónicas con las que soñaba que en la escena de las grullas. Porque el niño Atilano, que ya quería ser torero a sus once años, y era lo que más le gustaba, se perdía por las huertas de Arsenio y Virgilio, donde siempre pastaba una vaca o un morucho sin casta y ensayaba escorzos pintureros sin arrimarse demasiado.

El niño Atilano se fue derecho hacia el Mayoral, le enseñó el gallo de un solo ojo y le preguntó si quería tenerlo para acompañar al toro, y que ambos se distrajeran del ambiente tan hostil en el que vivían allá arriba, avistando secarrales y azotados por las heladas, que eso es un sinvivir. En principio le dijo que no, que lo dejara por ahí, entre la paja para que no se resintiera de los escarchazos que pronto vendrían a congelar el rocío de las noches frías. Realmente lo que deseaba el niño Atilano era ver de cerca a Currito, un más que becerro, bravo de casta, que cuidaba el Mayoral para proyectos de futuro.

- Un día voy a torear a éste.

- No tienes tú lo que hay que tener.

Ese día estaba Currito irritado, con la furia en alto, porque escapó de la cuadra, se puso rabioso  y destrozó el patatal al ver pasar por el camino a la vaca de la Fermina que la llevaba, vara en mano, a la huerta, allá cerca de los Felicianos, y el Mayoral le estaba reprendiendo severamente por su mal comportamiento. El niño Atilano se descuidó un momento y Currito con un soberbio trompazo lo mandó al muladar. Debe ser que la emprendió con él a falta de otro.

Estos enfados los solía calmar el Mayoral, escribiéndole liras y quintillas, que eran las composiciones a las que mejor atendía, y recitándoselas junto a Varón y la Gedihonda, éstas en castúo. A Currito, que ya iba para cuatreño y que cuerpo y mazorcas no le faltaban, sí parecía que le llegaban sentimientos tiernos cuando el Mayoral llegaba a recitar:
Y jace un año corrío
que eris otro, hijo del alma,
ajuyis de andi tu madre,
duermis poco, no trabajas,
comes como un pajarino
y ya solino te encamas.

Fue el niño Atilano quien vio que al llegar a estos versos Currito cambió la mirada y giró sumiso la cabeza, interpretando esta función como un acto de amor.

- Está enamorado, Mayoral.

- ¿Qué sabes tú de eso, muchacho.

Este toro veleidoso, que desde lo más alto se apercibió de la escena, había traído en jaque a la comunidad torera y a la que no era torera, pues se habló de diseños dispares como el del perro o el gato o el de una encina, símbolo del Valle. Incluso se propuso encaramar en lo alto la figura de un tren con cuatro vagones, que representaran las estaciones del año, cada una adornada con unos motivos florales propios de ellas; pero este proyecto, que propuso Pepito de la Cruz, fue desestimado de inmediato por Chachagüisa, debido a la complejidad de la obra. Para el perro también se tuvo que oír la voz de Luterio por el odio cerval que les tenía, pues en su ausencia le entraban en su casa algunos sueltos de la rehala de Juan Pedro, y en especial un galgo de Quirico, amigo de la noche y de lo ajeno, y le dejaban sin el pan, la leche y los garbanzos ya cocinados.

- Oye, María, que me han dejado sin comida otra vez los asquerosos perros. ¿No tendrás un pan y unos tomates? Se lo decía a una de las Motoras, que vivían enfrente de su casa y adónde siempre recurría en estos casos.

- Pues, Luterio, ya va siendo hora de que compres una cerradura, que ya han sido muchos panes y tomates.

Como este asunto no encontraba fin y resultaba fastidioso y zahería a unos y otros, se acordó contar con la colaboración de Granito de Oro, un maestro que en ocasiones se le veía de asesor en los Sanantonios de Iyamalo, enseñando su oficio a la hora de las vaquillas que se corrían en la plaza, rodeada de carros y con el pueblo entero aplaudiendo.

- ¿Y un gato?, alzó la voz en la reunión Arsenio el Borrega, antes de la clausura. El gato adopta una postura de recogimiento que alcanza cimas de dignidad, apostilló lleno de razón y fervor.

Y aquí intervino la figura del Mayoral de la plaza argumentando que cualquier enseña sería válida excepto el gato, porque el gato no es sufrido, huye del agua, no aguanta los escaldados y es un animal golfo y vagabundo, e insoportable en las noches de celo.
Así que Chachagüisa, como buen aficionado al arte de Cúchares, y escuchando al maestro, optó por manifestar a la concurrencia que el toro o nada.

Y como se ha visto, se quedó el toro en todo lo alto.

Pero...





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