Ya esta aquí. Empieza septiembre, que
vuelve siempre como el hijo pródigo. Huele a lluvia. Y huele a higos al paso de
cercanías por la huerta de Juanillón, donde cuatro higueras lucen espléndidas,
pegadas a la rústica y corta cima de pared de piedra viva y, por tanto, el
fruto al alcance del paseante. Los primeros habitantes que catan los higos son
los pájaros. Después, nosotros, los muchachos, los más avispados, los más
pendientes de la sazón. Y lucen las granadas del árbol del patio de casa y la
de los huertos de Marcial, Luís “Candongo”, la Milagra. Y los de la huerta
grande de Manuel el de la Engracia, donde a veces nos dejaba (éramos amigos de
sus hijos Julián y Ángel) bañarnos en la alberca, uno de los pocos sitios del
pueblo en el que se podía disfrutar del agua. Más allá, la Presa, el Molino,
para los más valientes y atrevidos, para los más independientes que escapaban hacia
el río sin permiso de los mayores. Y en el Valle ya habrán brotado los
ahuyentapastores, que antiguamente avisaban que era hora de la trashumancia.
Hay dos meses del año que
gozan de mi preferencia, y uno de ellos es septiembre. Septiembre es el beso
azucarado de un racimo de uvas recién cortadas. El sol septembrino madura el
membrillo, que se corta y se oculta en gavetas de armario y se arropa entre paños para aromatizar las telas finas de
la casa. Es el tiempo de la tórtola, de la torcaz y del vuelo bravío de la
perdiz roja. Es en septiembre cuando quedan las eras solas y el campo en
silencio. Y cuando brisca el vientecillo
con el erizón, la coscoja o la charneca, la brisa parece prestarle al campo
música de armonio monacal.
Es septiembre un mes tan
poderoso que empieza a desnudar los árboles y a mandar a los niños a la
escuela. La tierra, ya en tempero, recibe la herida de los tractores que la
dejará en barbecho, que no es otra cosa que una oración a la esperanza. Aún así, prefiero la acuarela
de la yunta de mulas arando en la lejanía, tantas veces vista con el pan y el chocolate
de la merendilla en la mano.
En septiembre, ya pasadas
las fiestas de agosto, siempre vuelve el pueblo a la normalidad, que no es más
que la rutina machacona del día a día. Se van los forasteros y el pueblo se
encierra en sí mismo. El silencio lo envolverá. Nos visitará el frío de la
madrugada y volverá a salir el humo de las chimeneas. La familia a la lumbre o
viendo la televisión como recurso al aburrimiento.
Septiembre es paz, calma, recuerdos, unión.
Hay cosas que en Alamillo se
fueron para siempre, y hay otras que se resisten a perderse, gracias a Dios.
Sea lo que fuere, septiembre siempre
vuelve.
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