Las tierras de Alamillo quedan circunscritas por las de Almadén y Almodóvar del Campo. Y eso desde hace más de cuatro siglos, que es toda su vida. Alamillo no puede competir en cuanto a población con estos dos pueblos, que siempre han tenido más nervio o más músculo que el mío, pero sus tierras no son mejores que las nuestras, ni sus hombres tampoco, pues el trigo, la cebada y el centeno hay que sudarlo por igual aquí y allí. Esto lo digo ahora, porque cuando yo era chico y salía al campo a envanecerme de mi paisaje, veía los tesos, -que brotan como diviesos-, cómo ondeaban la piel de la tierra meciendo al cereal. Ahí estaban patentes por cercanía el Cerro de la Jovita y el lomerío del Burcio. Pues desde el Burcio, la altura principal de Alamillo, yo he visto el paisaje en colores, sí, como un mar de colores: en invierno, gris; en primavera, verde lujurioso; en verano, amarillo oro; en otoño, ocres y tejas. Y de esos colores que nacían de la tierra comíamos todos. Una argaya de un trigal casi me dejó tuerto, lo que dice mucho de la altura de los sembrados que se daban en estas tierras.
¿Peligros? Los comunes,
con atención preferente al cielo, el más temido. Si enrasaba, no aparecía una
nube en meses y cuando la nube hacía acto de presencia y decía aquí estoy yo,
traía el granizo en su vientre y acostaba las mieses hasta humillarlas. Yo oía
comentarios entre los mayores, que siempre versaban sobre el cielo y el campo,
principios vitales por lo que el agua y la tierra eran quienes traían o se
llevaban el pan; oía, decía, que unas veces porque el agua era demasiada los
campos se anegaban y arrastraban las semillas; otras porque el sol atizaba
fuerte y a destiempo y las espigas encañaban y granaban mal; otras porque no
dejó de llover y la cosecha no se pudo recoger. Total, que por unas cosas u otras, siempre mirando al
cielo, que es quien te da o te quita, porque aunque los alamilleros mimen la
tierra, la surquen, la volteen, la arrejaquen y la escarden, al final lo bueno
y lo malo viene de arriba, del cielo.
Y sabiendo esto, tanta
incertidumbre y tanto desmayo, daba pena ver a Ángel “Coriana” dormir en la
única acera de la calle cementada, que era la del “Frescas” y la puerta la
de más arriba, dormir una hora o dos las noches previas a la “saca”. Claro, que
motivos había y uno de ellos era que el calor que habitaba la vivienda era
insoportable, y la gente se reunía en corros hasta altas horas de la madrugada
esperando el fresco para irse a la cama. Y todos nos recogíamos y él seguía en
el suelo, y dormía o contaba estrellas, que solo él sabía lo que estaba
haciendo. Otra, que el desplazamiento hasta las hazas de la Raña y la Morra,
donde esperaban los haces de espigas para su acarreo a la era, su destino
último, era largo y lento en carros tirados por mulas, por lo que había de
madrugar para que la ardentía castigara menos. Y el pobre Ángel dormía en la
acera el tiempo que podía. Se resarcía con la llamada “siesta del burro”, que
consistía en dormir a media mañana, cuando el trigo ya estaba en la era.
Descansaba él y todos los agricultores
que faenaban en lo mismo.
Pero cundo las faenas
del campo iban muy adelantadas y apuntaba el relajo, estos hombres se reunían en la noche y por grupos
en las tabernas (Madrid, Vaquerillo,
Chafandín, El Fresco, Antoñilla o Francisco Alegre) y alrededor de una
botella de vino, luego otra, desataban sus lenguas y el desconsuelo del día se
escapaba. El vino cumplía la tarea de aliviar desconsuelos, reparar rencores y
soldar amistades. Esa era la hora de la “Baca”, bacanal chica que se heredaría
de la Roma Antigua.
Pero las cosas cambian.
La tierra es la misma pero el paisaje la hace diferente. Hoy esta tierra, antes
de colores, es un páramo, un campo frío y desamparado, con los cuetos de
siempre y con el mismo color blanquecino toda la tierra de todo su campo. Tan
desamueblado lo veo hoy que el día que en cielo hay nubes, la tierra parece el
cielo y el cielo la tierra. Ni hitos ni jalones de referencia.
Yo no puedo ni quiero
desprenderme de mi pasado, pues hoy soy lo que fui ayer hasta los dieciocho
años, espacio en el que nací y permanecí añadido a la comunidad alamillera, y
sin salir de ella. Fue la que me ahormó y me empapó de la sabiduría de sus
gentes honorables, que hoy son sombras, pero que dieron a Alamillo un sentido,
una armonía, unas costumbres, unas maneras propias de vivir. De ahí que no
pueda evitar los recuerdos del ayer, tan dispares a los que se ven hoy día.
Tierra bendita es donde
naces, creces, juegas, creces y amas.
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