
Dijo así Circe, la
divina entre las diosas: “Pasa de largo
y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a
fin de que ninguno las oiga; más si tú desearas oírlas, haz que te aten en la
velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del
mástil, y que las sogas se liguen al mismo, y así podrás deleitarte escuchando
a las sirenas”.
¡Soberana tontería! Me
refiero a las sirenas. ¿Qué es una sirena? Lo que todos sabemos: mitad mujer,
mitad pescado. O sea, una criatura que tenía de mujer lo menos utilizable y lo
más codiciable, y de pez lo menos aprovechable. Y dado que no hay forma de
creer en ellas, no hubo otra alternativa que dejar el tema para los poetas, que
son los únicos que les pueden sacar partido a una criatura que no ofrece futuro
alguno ni como esposa ni como segundo plato de un almuerzo.
Humanamente, y sin
fronda retórica, una sirena no sería sino una señora en una silla de ruedas. La
sirena sería una solterona inválida a la que el Estado debería compensarla con
una pensión por la desgracia de ser mujer hasta donde no vale la pena imaginar
más allá de lo que se ve, y de ser pez desde donde lo es, que ya es un
inconveniente. Y si pensamos en su femineidad cerebral nos faltarían adjetivos
que calificaran su desesperación e impotencia ante el escaparate de una
zapatería de lujo.
Y si la consideramos
como pez, sería tan inteligente como para no morder el anzuelo y tan torpe como
para cantarle a los navegantes, sin tener nada deseable que ofrecerles.
Ante semejante
inutilidad es natural que desaparecieran. Queden para los vates, como la luna.
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