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30 junio 2016

LAS SIRENAS






Dijo así Circe, la divina  entre las diosas: “Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; más si tú desearas oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil, y que las sogas se liguen al mismo, y así podrás deleitarte escuchando a las sirenas”.

¡Soberana tontería! Me refiero a las sirenas. ¿Qué es una sirena? Lo que todos sabemos: mitad mujer, mitad pescado. O sea, una criatura que tenía de mujer lo menos utilizable y lo más codiciable, y de pez lo menos aprovechable. Y dado que no hay forma de creer en ellas, no hubo otra alternativa que dejar el tema para los poetas, que son los únicos que les pueden sacar partido a una criatura que no ofrece futuro alguno ni como esposa ni como segundo plato de un almuerzo.

Humanamente, y sin fronda retórica, una sirena no sería sino una señora en una silla de ruedas. La sirena sería una solterona inválida a la que el Estado debería compensarla con una pensión por la desgracia de ser mujer hasta donde no vale la pena imaginar más allá de lo que se ve, y de ser pez desde donde lo es, que ya es un inconveniente. Y si pensamos en su femineidad cerebral nos faltarían adjetivos que calificaran su desesperación e impotencia ante el escaparate de una zapatería de lujo.

Y si la consideramos como pez, sería tan inteligente como para no morder el anzuelo y tan torpe como para cantarle a los navegantes, sin tener nada deseable que ofrecerles.
Ante semejante inutilidad es natural que desaparecieran. Queden para los vates, como la luna.





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