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27 noviembre 2022

LA EDAD


Se nos van los años. ¿En qué se nos han ido, qué hemos hecho con nuestra edad? ¿Qué nos queda de aquellos niños que fuimos? Aquel niño que tocaba las cosas con temblor vivía en un mundo ancho, nimbado de color, hermoso, emocionante. Nada le faltaba. Teníamos los dulces de la Semana Santa, la matraca, las agradecidas estudiantinas, el descabezo de gallina, la matanza, las albercas, la Presa, el futbol local, las capeas con “Granito de Oro” de asesor, el campo tupido de eras color de oro. Conocimos el candil y el carburo como fuentes de luz; los tabales, los cigarrillos de matalahúva; a la Concha acareando cerdos con la cuerna; a Eufrasio elaborando adobes en los Charcones. A la escuela con la lección aprendida, no fueras a probar la palmeta. Se hollaba un melonar, se encaramaba una tapia o un eucalipto, se conquistaba el Burcio y la Tejera con espadas de palo, y se jugaba al “Rescatado”, a la “Pídola” y a “Puños, vainas y tuturutañas”. Y paseabas o corrías según tuvieras qué hacer, o te tumbabas en la hierba a ver las nubes caminar, tratando de identificar sus formas con algo de la vida real. Se paraba el mundo cuando querías.

Se contaban historias al fresco de la noche, se oía en plena calle Radio Andorra y las coplas solicitadas, y la Pirenaica y la BBC de Londres, en privado. Hacía mucho calor y mucho frío, y la primavera llenaba de luz y color los campos; se oía el piar de los pájaros, y a veces cometíamos maldades con el tirachinatos abatiendo porretacos.

¿Qué faltaba? Nada, no nos faltaba nada. Acaso, a los mayores les sobraba un poco de pena por sus recuerdos y por el futuro de sus hijos.

¿Qué nos queda? Hoy todo aquello ha perdido diversión, nada vale. Paseos aburridos, conversaciones insustanciales, soledad en los inquilinos de los bancos callejeros, miradas absortas, malestar en los mercados, recelo en la gente, insolidaridad. Racismo, populismo, beatería. Envidia, mucha envidia, que es nuestro mayor pecado; y mucha inquietud, porque no se atisban indicios de mañanas claras.

Aquellos niños, hoy nada tienen que esperar. La edad ya no espera, sólo hacerse a ella y recordar el mundo aquel por el que anduvimos tan felices, tan venturosos, ignorando los beneficios que traerían la evolución de los tiempos.

¡Ay, Alamillo, que lejos y qué cerca te tengo!

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