La Obdulia fue una mujer de rompe y rasga. La conocí bien porque trabajó en casa, vivió en casa, y llegó a formar parte de la familia sin serlo. Nació en Cocentaina y murió en Cocentaina (Alicante) sin casi haber vivido allí demasiado tiempo. Esta mujer, joven y de fuerte carácter, gozaba de la absoluta confianza de mis padres dada su honestidad y discreción. Y de su justicia, que la impartía sobre mí sin reparo ante cualquier desliz que yo cometiera. No fuera a quejarme, que ella llevaba siempre la razón, lo que demuestra la autoridad conferida. Yo le guardo aún gratitud porque reconozco sus bondades y porque me enseñó muchas cosas, como saber descifrar la hora observando mi propia sombra o la de un granado que en el patio había. O desvelar los misterios insondables del reloj y sus horas, minutos y segundos, así como la velocidad necesaria que debía mantener cada manecilla, sincronizada la marcha de cada una de ellas para que, según qué posiciones, marquen horas minutos y segundos. Y cuando la aguja pequeña pasa dos veces por el mismo sitio, es otro día, me decía con entusiasmo. Aquí son los cuartos, aquí la media. La clave del reloj está en el número 60, tenlo en cuenta. En un afán didáctico de nociones rápidas, ampliaba: Todo depende del Sol y de la Tierra. Y como me veía aturullado, me animaba al ver que yo no entendía ni jota. Al día siguiente, otro tanto. La paciencia que empleó en mí fue premiada con una gratitud que perdura, dado que significó en mi niñez un descubrimiento valioso y sólido, pues a la vez que me reveló el mecanismo de un reloj que a simple vista era un misterio demasiado hondo para mi edad, me hizo pensar desde entonces en la conexión que existía entre el reloj, la sombra del granado, la Tierra, el canto del gallo, el Sol, y el firmamento, que era así como únicamente se le llamaba entonces al universo.
Nunca supe cómo llegó a
Alamillo, pero ella, un hermano que no lo recuerdo, y su hermana Damiana, junto
a la familia de Asiego (sin ninguna dependencia familiar con la de la Obdulia),
ocuparon la casa que hoy es llamada de Eufemio, esquina de Retamares y calle Vieja. La separa de la nuestra
una vivienda estrecha y profunda, y como las paredes de entonces eran de poca
altura, se oía todo lo que los vecinos cuchicheaban. Era entonces una casa vieja,
baja y sin comodidades. La vivienda no iba más allá de un saloncito con lumbre,
una habitación y un patizuelo, que fue el escenario de lo que cuento. La
vivienda, pues, carecía de lo más elemental y estas familias de lo más necesario.
Y un mal día, sin nadie
esperarlo, muere Asiego, el hombre mayor de la casa y cabeza de familia. Tan
cerca está de la nuestra y tan presto el anuncio del imprevisto que yo me veo
metido adentro y enredando sin otro motivo que el de la curiosidad. La vecindad
va llegando. Alguien ya ha avisado al cura don Daniel. La casa se ha llenado de
gente. Albertino, siempre distraído y festivo, se abre paso y le pregunta a la
Obdulia qué tal noche ha pasado el
muerto. La Obdulia lo fusilaría en ese instante.
Hay que amortajar a
este hombre y ella, la más capaz, lo intenta. En la camisa no le cuadran los
ojales con los botones. O son las prisas o tal vez es que le falta un ojal o le
sobra un botón. La apaña como puede. No hay más ropa, todo es de prestado. Una
chaqueta le entregan y fue, dice ella con rabia, que es la de la boda de hace
40 años y estaba entonces como un fideo. La abre por atrás y la sobrepone. Ya
viene el cura por las Chachas Amelias, le dicen. La Obdulia arruga el labio,
una señal inequívoca de enfado –yo conocía ese gesto-, porque hay mucho que
hacer y nadie le ayuda. Ya está don Daniel y César el monaguillo en la casa,
esperando. La situación le supera y las prisas la aceleran. Todavía hay que
calzarlo. Le pone uno en el pie cambiado, se da cuenta, rectifica, y malamente entra, pero entra. El otro zapato
no, es de otro número diferente. También son prestados. Se acelera aún más.
Intenta calzarlo una vez y otra y el zapato es, de sobra, más pequeño que el pie, y aunque le quita el
calcetín, por si acaso, no hay manera. Y en una de las veces que don Daniel la
mira y mueve la cabeza, la Obdulia coge el zapato y nerviosa y harta de todo
manejo, con todas sus fuerzas lo volea por las tapias del corral y cae en la del
vecino. Y cuando el cura ya está en su cometido llega muy molesta la vecina y
lo interrumpe con retintín, diciendo: “Obdulia, ten más cuidado, que ha caído
en mi corral el zapato y casi me desgracia, pónselo, no se nos vaya a
constipar”.
Un soplillo de hierro
era lo más cercano a la Obdulia y lo coge, pero…
El rosario de la aurora
es sólo un guiño al lado de lo que ocurrió después, y de lo que pudo ocurrir si
no media el sacerdote.
Yo estaba allí y
presencié el caso.
Pero no terminó aquí la
historia. Tuvo su trascendencia. La Obdulia contaba que oía a medianoche un
rastreo lento de pies venidos del patio con dirección a la lumbre, y después el
silencio. Así varias noches, hasta que en una de ellas, armándose de valor, se
levantó y miró hacia el hogaril, sin asomo de fuego, sin ver a nadie ni oir nada. Se estremeció. Como el
misterio se repetía acudió la familia en ayuda de don Daniel como la persona
más cercana al inframundo, quien se negó a bendecir la casa despreciando lo que
ya era considerado por los trajinados en la santurronería como un suceso sibilino,
de aparecidos que algo reclaman, y cosas así. Nadie encontraba la solución,
todo seguía igual, aunque cada día que transcurría más se llenaban de angustia y de miedo las
ocupantes de la casa. Sólo la Obdulia mantenía el valor y la estancia en esa casa.
Un pastor soriano que majadeaba
sus ovejas en los pastizales del Valle todos los años, y fijaba su residencia
personal cercana a la casa siniestra (era la “Bigota” la dueña arrendadora,
Calle Vieja número 10) se interesó por el infortunio de esta familia. Informado
del caso al detalle, pensó que quizá el espíritu de Asiego buscaba calentar
inútilmente su pie descalzo y frío, por lo que le aconsejó a la Obdulia que esa
noche encendiera la lumbre con unas taramas que él le traería del campo, a ver
si resultaba. Efectivamente, oyeron los pasos de ida a la lumbre y esta vez de
vuelta al patizuelo, que éstos nunca antes se hicieron presentes. Encendían la
lumbre todas las noches hasta que agotaron la leña, pero a partir de la tercera
dejaron de oírse los pasos siniestros que las hermanas estaban seguras que eran
del pobre Asiego.
Todo lo escrito último
y referido a lo arcano, lo iba relatando la Obdulia a mis padres según se iban
desarrollando los acontecimientos. Y todo en mi ausencia, no fuera a ser que, tan
niño, me lastimaran los miedos. Más tarde, ya mayor, mi madre me lo contó punto
por punto.
Mi amigo, tienes magia, me trasladas al nacimiento de mi temprana ruptura con la ingenuidad en donde, por aquellos tiempos, la curiosidad era pecado venial sin mácula morbosa. Y... ya lo sabes, tu pluma me hace respirar dentro de la seguridad de tener un amigo que sabe manejarla con maestría.
ResponderEliminarSon edades, querido amigo, que los tiempos quedan fijos, como los antojos en la piel. Hay cosas del pueblo que son populares, pero me temo que ésta no lo fuera, quizá porque esta familia no era conocida. Por mi relación con la Obdulia (léeme en "Alamillo y yo" el capítulo referido a la siesta) y su hermana, me vi dentro de esa casa y conocí los pormenores. Por eso los cuento tal cual. A tí seguramente no te llegó la noticia. ¡Ah!, la curiosidad no siempre es pecado venial (te repito, léeme, léeme). Tú aquí tienes un amigo para lo que quieras, aun manco. ¡Cómo no te voy a querer!
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