Desde que era niño me gusta la calle. Ir a la calle es un concepto tan genérico, previsible y ambiguo como dar una vuelta, quedar con los amigos o cruzar unas palabras con el que viene de frente. Porque en la calle siempre pasa algo. Pasa la vida. Nada menos que la vida. La calle es el escenario natural en el que nos movemos a pesar de la TV, de los bares, del campo, de la piscina. En nuestras calles alamilleras el tiempo transcurre sin prisas para crecer, y sin emociones graves por no alcanzar lo que no tenemos.
La calle tiene su magia porque es
el escenario de lo cotidiano, el plató de las miradas y de las complicidades,
de los formalismos, de los juegos, de las vanidades, de las apariencias, de la
coquetería, del conocimiento del factor humano y de los humanos, esos seres con
nombre y apellidos, unos más conocidos que otros, unos más distraídos que
otros, unos menos locos que otros, unos más humildes que otros; pero que todos componían
una afinación en la componenda de una
época, de un tiempo y de un lugar. Estas eran mis calles. Ahora no, ahora son
parte de las infraestructuras en el mundo entero y también en Alamillo, esa
motita de polvo del que forma parte y que cuando el viento sopla escuecen los
ojos. Las calles han perdido el alma que les daba vida. Hoy se conforman con ser un sitio de paso, pero
de paso muy rápido, tan rápido que algunos utilizan el coche para tomar café o
comprar tabaco, quizá para no ser vistos o para disimular su egolatría en esta
feria de las vanidades en la que unos presumen y otros no, entre los que se
envalentonan y otros callan.
A la calle de uno se la quiere,
se la mima, se la halaga, se la consiente. No importa el nombre que lleve
transcrito en la placa pegada en su esquina. En otros países se identifican las
calles por dígitos y se localizan por medio de coordenadas numéricas. ¡Habrase
visto cosa tan impersonal, pero tan acomodaticia! En Alamillo todas las calles
tienen nombre, claro. Y apuesto a que a
excepción de la empleada de correos, nadie del pueblo, fuera de su calle, sabe
cómo se llama aquella que estuviera pisando. Yo soy el primero que ignora los nombres actuales. Y me importa un bledo como se denominen ahora
o en un futuro porque para mí, y opino que para la totalidad de la población (y
si no, pregunten), seguirán conociéndose por sus nombres primigenios, por
aquellos que por cualquier circunstancia azarosa determinó el pueblo sabio bautizarlas: de ahí
que se hable de calle Nueva, calle Vieja, calle del Motor, Eras de la Laguna,
El Mesón, Callejón de Capricho… Y más
moderna, calle del Ambulatorio. ¿Quién me dice el nombre actual de la calle que
hoy sigue llamándose “Calle de la Fragua”? Los nombres son palabras,
simplemente palabras que podrían ser sustituidas por dígitos y dejarían de dar
problemas. Y no estoy intercediendo por esa solución, quede claro. Por tanto,
no me preocupa en absoluto que una calle lleve un nombre u otro para recordar a
la persona, basta su obra y su vida. Esta trama, este movimiento, es comercio de la política en la que ni entro
ni salgo. Yo no voy a recordar a Vicente más de lo que lo hago ahora, pero como no puedo callar la
intencionalidad política del acto, estoy presente hasta hoy en el pleito que se suscita. Porque
este proyecto, que me pareció puro en su nacimiento, se ha contaminado con la
incursión vocinglera de quienes se apuntan por hacer ruido, o por destacar, o
por no quedarse atrás en la red (hay alguno que se alista a todo).
Como no pertenezco, ni quiero, a
ningún colectivo o asociación de los muchos que hay sobre Alamillo, ignoro los
comentarios, si los hubiere, que haya suscitado mi escrito, pero aún así, a ti, Julián, que no tengo el gusto de conocerte, decirte
que si no te gusta mi discurso, no tiene porqué, ¿por qué te iba a gustar?
¿Acaso es una obligación? Los
acontecimientos se nos presentan de forma diferente a cada uno de nosotros y
los interpretamos con arreglo a lo que somos. No me juzgues políticamente porque
voy por libre, no soy rehén de ningún credo (ni en política, ni en religión),
actúo según aprecio las maneras de los gobernantes,
si bien o mal. Pero respecto a Vicente, que es lo nos interesa, expuse mi
opinión, lo que yo conozco y sé de él, que seguramente lo he conocido mejor que
tú y mejor que muchos. No hay pecado por decir la verdad (no la escribo con mayúscula),
presente en todo el pueblo y no por su orientación marxista, que nada tiene que
ver. Al menos conmigo. La política no está en mis preferencias.
Respecto a la señora Romano (no
la conozco y a lo mejor es señorita y se molesta, lo siento), apuntarle que ha
leído otro escrito y no el mío. En ningún sitio hablo de que el trabajo que
está llevando a cabo (recogida de firmas) sea antidemocrático. Esa palabra no
ha salido ni de mi conciencia. Eso lo ha
interpretado ella, no lo he dicho yo, basta releer. Y no me vale “que eso es lo
que se desprende”, “que no lo digo, pero lo digo”, etc.
Por mi parte, doy por zanjado
este asunto que nada conviene a la memoria de nuestro paisano Vicente.
Nos hace mas libres si no nos arrimamos a credos ni postulados políticos que en todo caso acabarían controlando nuestro instinto salvaje, y lo digo por nuestro sustrato natural, dentro del gran oceano social. Me basta con respetar y exigir que se me respete y con eso está todo dicho. Viene a cuento todo esto porque me identifico plenamente con todo lo que Mario manifiesta, con sus argumentos, para objetar el nombre a una calle. Desde esa libertad que le da el no pertenecer a credos ni postulados políticos expone sus razones y puede permitirse el lujo de rebatir con elegancia por encima de asomados y figurantes de la escena política o pseudopolítica, porque en este nuestro país eso es como una garrapata, que no hay forma de quitarla de en medio,o todo lo salpica cuando se la aplasta.
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