Es el Valle Real de la
Alcudia, encajado entre la Sierra del Norte y Sierra Morena, uno de los parajes
más sobresalientes de Castilla La Mancha. No es sólo su paisaje el que cuenta,
sino la bondad de su tierra y el legado de civilizaciones que dejaron su
impronta. Es así que al reclamo de sus pastos y de su clima sigue siendo alojamiento
y refugio invernal de la ganadería leonesa y soriana; es así que fue centro
minero romano y atalaya ibérica relacionada con Tartessos. En una punta del
Valle, Alamillo y Almadén (las minas de cinabrio más importantes del mundo); en
la otra se pierde por Solana del Pino. Y en la mitad se levanta la refinería de
Puertollano y el yacimiento romano de Sisapo, que se descubre al pie de la firma
que dejaron hace miles de años los volcanes que tiranizaron el Campo de
Calatrava. Y por allí se yergue orgullosa entre los encinares adehesados y
entre alcornocales y quejigos una encina milenaria, madre de todas las encinas
del Valle, protegida y mimada, de la que se cuenta que su sombra da cobijo
a mil ovejas. Por eso se la conoce en los libros de estudio como la Encina
Bonita o la Encina de las Mil Ovejas. Y allí también, en la línea delgada que
la Sierra le concede al Valle, un paso de diligencias y unas ventas que eran
parada y fonda de los caminantes que iban de Castilla a Andalucía. En una de
esas ventas, la conocida hoy por La Inés, situó Cervantes el episodio de Rinconete y
Cortadillo.
En la Venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce o quince años...
Así comienza la novela.
Y en el interior del Valle, las aventuras de “los batanes” y la del
rebaño.
Yo
nací en estos parajes, de ahí que no refrene mi brío por presentarlo siquiera someramente.
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